RELATO CORTO ESCRITO DURANTE EL CONFINAMIENTO Y RETRATO DE UNA SOLEDAD CADA VEZ MÁS COMÚN EN NUESTRAS CIUDADES. QUINTA ENTREGA DE SIETE.
La venta por Internet del supermercado de enfrente no funciona, la página da error, y tampoco le cogen el teléfono. Amanda percibe un vacío en el estómago que identifica rápidamente: sabe que está asustada. Repaso rápido de los víveres que aún quedan en el frigorífico y la alacena y conversión automática de estos en unidades de medida temporales -dos, quizás tres días-, para calibrar a continuación los recursos humanos a su alcance. Descartada Serafina por razones obvias, y con el chino cerrado, sus opciones quedan limitadas a Juan, el portero. Le visualiza encajado en su estrecho cubículo frente al ascensor, vestido con su sempiterno mono de color azul eléctrico, mirando siempre la televisión con cara de bobo, con la sombra de la barba que de tan oscura y apretada parece pintada para representar un personaje simplón en un festival de niños muy pequeños, y su pelo muy negro cortado a tazón confiriéndole ese aire de Sancho Panza al que solo le falta el borrico. O no, porque al mayor que tiene sólo le falta rebuznar y andar a cuatro patas. En realidad, lo mismo que el propio Juan cuando era un chaval y él era entonces el hijo del portero, porque, como él mismo se encargaba de recordar a veces, su cargo era hereditario, como la corona del Reino de España, de manera que ahora, no sin cierta imprudencia, se suele referir a sí mismo como Juan II, y a su hijo mayor como el heredero.
No le va a quedar otra, se resigna, que pedirle a Sancho Panza (o Juan II, en este caso) el favor de que le compre algunas cosas en el supermercado, así que se pone a hacer una lista, esmerándose con la letra como cuando la tía Reme le hacía dictados extraídos de algunas de sus lecturas preferidas. “Juanita, la letra hay que dibujarla, porque también es un arte”.
Media docena de huevos, dos litros de leche, unos contramuslos de pollo deshuesados, dos botellas de tequila, limones… Amanda repasa varias veces la lista entre idas y venidas a la cocina, para asegurarse de que no se deja nada por anotar. Por la mañana llamará a Juan para que suba y le explicará el favor que necesita junto con un billete de cincuenta para la compra y otro de cinco para vicios propios del recadero.
En realidad, y salvando el pequeño escollo del aprovisionamiento, nada más va a cambiar de su situación durante el encierro, ahora sí, general de la población. De hecho, preferiría no saber, ignorar las noticias, que no hablan de otra cosa, pero se pasa el día pegada a la pantalla de su portátil y a la del televisor, que la imantan de un modo morboso: número de muertos, infectados, no sé qué del pico de la curva… Para superar esta creciente adicción se dedica durante toda la mañana a rebuscar en los cajones para rescatar de ellos sus viejas fotos sobre los escenarios. Mucho drama clásico, textos de Lope, Calderón, Tirso, Ruiz de Alarcón, pero también teatro contemporáneo, Buero, Alfonso Sastre… y hasta la Menchu de Cinco horas con Mario, del maestro Delibes, que en nada tenía que envidiar a la que luego le dio tanta fama a Lola Herrera.
Y se deleita en la observación de los detalles de los vestidos, los sombreros, el calzado… Y sonríe con nostalgia al reconocer al resto de los actores en las fotografías, pero por contra le mortifica no recordar algunos, demasiados ya, rostros o nombres. Porque aunque en el reverso de algunas de las copias ella misma anotó el título de la obra, la fecha y lugar de representación y los compañeros del reparto, que incluso en algunos casos autografiaron la imagen, en otros no figura información alguna, y su memoria, privilegiada entonces para recordar largos textos, ya no le alcanza para rellenar esos huecos que van apareciendo aquí y allá, como los ladrillos que van cayendo en una casa decadente y debilitan cada día un poco más sus muros.
Y, en lógica asociación de ideas, la figura del gato le lleva a pensar en la persona o personas que habitan en el piso de enfrente, y se pregunta si necesitarán ayuda con esto del encierro, por ejemplo con la comida
Miriam se lamenta. Siempre le ocurre. No sabe calcular, o teme quedarse corta y por ello se pasa en las cantidades. O quizá es que las medidas de Carmen se calibran para dar de comer a docenas de clientes del menú del día. El caso es que le ha salido arroz con bacalao para una familia numerosa, y encima Dolores dice que mientras dure el confinamiento por el virus va a comer la mitad de lo acostumbrado, “para no tener que salir rodando de aquí cuando esto acabe”. Y no le falta razón, la verdad, ¿pero qué hace ahora con el arroz? La respuesta se la maúllan desde el otro lado de la puerta. “Ahí está tu amigo reclamándote”, le informa su compañera de encierro.
Y, en lógica asociación de ideas, la figura del gato le lleva a pensar en la persona o personas que habitan en el piso de enfrente, y se pregunta si necesitarán ayuda con esto del encierro, por ejemplo con la comida, y si un túper con una abundante ración de arroz con bacalao servirá como salvoconducto idóneo para presentarse y ofrecer su solidaridad. Así que a las doce se viste de manera cómoda, pero descartando el chándal, se maquilla ligeramente y se detiene ante el umbral del piso de enfrente, seguida por Tequila, que demanda su atención enredándosela entre las piernas.
-¿Hola? Buenos días, soy la vecina de enfrente -se anuncia nerviosa, tratando de que su voz sea a la vez suficientemente potente para ser oída y templada para no resultar intrusiva.
Nadie responde, aunque, desde el umbral, Miriam percibe que el volumen de la televisión ha descendido ligeramente.
-¿Hola, hay alguien? -insiste, con menguada esperanza.
Tras varios segundos obtiene, por fin, respuesta.
-Pase, quien sea, ya ve que la puerta está abierta.
Miriam identifica la voz de una mujer mayor, pero que quiere parecer firme. Una voz grave y arenosa, la de alguien que probablemente haya fumado durante muchos años, o que quizá lo siga haciendo, aunque no se percibe olor alguno que ahora lo delate. Avanza por un pasillo estrecho y oscuro, con paredes empapeladas, que desemboca en el salón, tras dejar a mano derecha la cocina. La estancia se encuentra en penumbra, apenas rota por algo de luz que se filtra bajo la persiana y por la pantalla del televisor. Frente a éste, en una butaca orejera, Amanda gira la cabeza por encima de su hombro izquierdo, y le hace un gesto con la mano.
-Pero pase, pase, no se quede ahí, deje que la vea.
La experiencia de cientos de jornadas atendiendo a la variopinta fauna del Museo del Jamón no la protegen de sentirse como una niña tímida y fuera de lugar cuando obedece la indicación de la mujer y se sitúa entre ésta y el televisor, sosteniendo entre sus manos ridículamente, según le parece, el túper colmado de arroz.
-Me llamo Miriam, y vivo enfrente. Me ha sobrado mucho arroz, y he pensado que, como están las cosas así, quizá a usted le apetecería probarlo.
Amanda se tomar un tiempo en observarla mientras decide qué contestar. Se había figurado una chica más joven y espigada, pero Miriam ya pasa de los cuarenta, y no debe de superar el metro sesenta, lastrado además por sus generosas caderas caribeñas. Cuando la oyó llamar desde el pasillo, su primer impulso fue ignorarla, para luego decidir que la reñiría por dar de comer a Tequila sin su permiso. Pero ahora, al verla ahí, de pie, con el recipiente de comida en las manos, siente un sobresalto de ternura para el que no estaba preparada.
-Vaya, eres muy amable. No estoy acostumbrada a recibir visitas, perdona si te he resultado algo brusca, es por eso. Ven, vamos a llevarlo a la nevera juntas y me cuentas cosas de ti.
Miriam descubre que la mujer tiene dificultades para levantarse, hasta que logra alcanzar un bastón que la ayuda a ponerse en movimiento con mayor agilidad de que la presentía al verla incorporarse.
-Tiene un gato muy bonito. Y listo. ¿Cómo se llama?
– Bueno, ahora ya está viejo, como la dueña, pero sí que es astuto sí. Tequila, se llama Tequila. Por cierto, ¿te apetece uno o es demasiado pronto para ti?
Miriam se ríe, sorprendida a contrapié.
-Ni pronto ni tarde, casi no bebo -se disculpa.
-Pues yo me voy a servir uno, si no te importa, porque, si no, no arranco.
Durante las semanas siguientes las dos mujeres establecen una rutina de convivencia que a ambas las rescata y estimula emocional e intelectualmente. Amanda pone la voz principal, y Miriam escucha admirada sus relatos acerca de sus triunfos teatrales, el Español, el Albéniz, el María Guerrero… Sus giras por toda España, los aplausos sin fin, los elogios de la crítica, que para ella siempre se quedaban cortos, los trajes, las fiestas hasta el alba, los devaneos con los partenaires más apuestos del panorama escénico nacional… “Hija mía, yo he disfrutado todo lo que he podido. Como digo, que me quiten lo jodido. Ahora, relaciones serias, ninguna. Como mucho, alguna templadita, y el resto todas divertidas. ¿Y tú, cómo has ido de hombres? ¿No te interesa meterte en la cama con ese José Miguel que te requiebra en el bar donde trabajas?” Mientras habla, Amanda se fija indisimuladamente en las caderas de Miriam, que retrocede incómoda en su asiento mientras Tequila aprovecha para saltarle al regazo.
Ambas huyen a lomos de la palabra, el gesto y la mirada cómplice del virus que afuera sigue matando cada día a cientos de personas.
Miriam evoca su vida en Colombia, donde ejercía como periodista en un pequeño diario local. “Más que periodista, cronista de la vida que me pasaba por delante”, precisa. “Pequeños relatos de la gente que vivía y luchaba en la ciudad, que en realidad no era más que un pueblo grande donde casi todos nos conocíamos desde varias generaciones anteriores” (“Por eso eres tan buena observadora y te gusta tanto escuchar”, le halaga Amanda). Y le habla de su casa de planta baja, junto a una calle llena de críos en permanente revuelo como gorriones. Y de cómo su marido desapareció un buen día sin indicios previos ni señales posteriores, y las dejó solas a ella y a su hija, entonces una niña de pocos años.
De esta manera, ambas huyen a lomos de la palabra, el gesto y la mirada cómplice del virus que afuera sigue matando cada día a cientos de personas. Es una fuga interior la que afrontan juntas, como en una road movie -según le explica Amanda a Miriam, presumiendo de conocimientos de la narrativa visual- para escapar del horror que te meten en el salón de tu casa los informativos de la televisión. De hecho, hace días que Amanda ha dejado de asomarse a la contemplación de las ventanas del hospital de enfrente, porque no quiere mirar ni ver nada allí, y además tiene tantas cosas que contar a su nueva amiga… Es como si los pensamientos no verbalizados durante años se agolparan ahora en un drenaje de recuerdos, miedos inconfesados e ilusiones vanas que solo ahora han encontrado un cauce de salida.
Por la noche, ya en su cama, Miriam busca en Internet el rastro de Amanda Galán. Deformación profesional, se dice, aunque sabe que es realmente la curiosidad lo que la mueve. Allí está, en la Wikipedia, con una entrada que la describe como una de las principales actrices españolas de teatro de los años sesenta y setenta, relata sus numerosos premios y glosa sus triunfos sobre las tablas. La fotografía que ilustra el artículo ya la conoce, porque la propia Amanda se la ha enseñado varias veces en el álbum donde guarda sus recuerdos. Encuentra otras fotos en el buscador de imágenes que también había visto ya en la casa de su vecina. Incluso hay una página web dedicada a ella, donde se repiten una y otra vez las viejas fotografías que ya le son familiares.
Tras resolver cada comienzo de jornada la limpieza doméstica de su pequeño apartamento compartido con Dolores, Miriam acude a su encuentro con Amanda. Cuando toca, baja a hacer la compra, tanto la propia como la de su nueva amiga. Piensa en lo fácilmente que se crean las nuevas rutinas cuando una situación inédita se impone de pronto sobre la antigua vida cotidiana.
Por las tardes juegan al parchís, a cincuenta céntimos la partida, y van alternando los colores de las fichas con las que compiten para no caer en la monotonía. Casi siempre gana Amanda, que se tiene una fe extraordinaria, que acompaña con pequeños pareados con los que invoca la suerte. Así, si un seis para escapar de la persecución de una ficha a su contrincante, sopla dentro del cubilete y recita: “dame un seis y ya no me veréis”, o, si le hace falta un cuatro para comerle una ficha a Miriam, dice: “Con un cuatro me voy a reír un rato”. Estas cosas, que al principio le hacían gracia a la colombiana, ahora le irritan, e incluso ha dado lugar algún rifirrafe entre ellas, aunque sin mayores consecuencias. “A usted le gusta mucho chinchar”, le acusa Miriam, olvidando deliberadamente el tuteo para subrayar el momentáneo enojo.
Pero con la llegada de la noche los ánimos se aquietan. Después de cenar ligero, es la hora de la intimidad y las confidencias.
Pero con la llegada de la noche los ánimos se aquietan. Después de cenar ligero, es la hora de la intimidad y las confidencias. Amanda vuelve a poner sobre la mesita de centro la botella de tequila y dos vasitos pequeños, muy estrechos, con unas blancas calaveras sonrientes grabadas en ellos, los colma de licor y se repantinga en su sillón orejero. A su izquierda, Miriam prefiere un sofá de dos plazas que Amanda ha recuperado de una habitación cerrada, que en los últimos años, sin alma, carne y huesos que la habitasen, servía como cuarto trastero. Miriam se sienta descalza, sujetándose los tobillos con las manos, encajándose con las rodillas dobladas en el hueco que le deja Tequila, que descansa estirado a su lado, lo suficientemente cerca de la mujer para dejarse acariciar, pero sin exponerse del todo. Algunas noches, cuando Amanda se encuentra mejor de ánimo y de piernas, recita algunos poemas, o fragmentos de las obras que un día interpretó. Una noche, lee un pequeño cuento, titulado ‘Faro’
Un viejo farero vivía solo en su faro levantado sobre un peñasco en una región muy remota del norte del país, un peñasco que era azotado por las aguas bravas cada dos por tres y que estaba a más de una hora de camino de cualquier otro lugar habitado. Su única compañía era una paloma torcaz que había criado desde pequeña, cuando la encontró siendo un pollo a los pies del faro, mojada y apenas con un hilo de vida. Ahora era un hermoso pájaro sin nombre, grande, lustroso y glotón. A ella, y solo a ella, pues no había nadie más que pudiera escucharle, le contaba cómo había sido su vida solitaria, puesto que siempre había sido farero, mientras contemplaba los reflejos del haz de luz blanca que proyectaba sobre el litoral la enorme lámpara que daba guía a las embarcaciones.
El farero se sentía viejo. Había perdido la cuenta de los años que tenía, y no quedaba nadie para ayudarle a calcular. Estaba tan viejo y cansado que ya no tenía fuerzas ni para volver a prender la jaula de la paloma de la alcayata que un día clavara en el exterior de la ventana, así que el pájaro debía conformarse ahora con ver el mundo desde la mesa de madera medio desencolada donde anotaba sus registros el farero.
Empezaba la primavera, y el mar ya olía diferente. Al farero le conmovían los olores y le arrancaban extrañas melancolías. En esos trances encendía su pipa, miraba a la paloma, ésta lo miraba a él y luego él miraba al mar, y le daba otra chupada lenta y profunda al tabaco, para que no se quedara muerto en la cazoleta.
Un día, el farero se encontró muy cansado y miró a la paloma. Y aunque casi no tenía fuerzas, llevó la jaula hasta la pequeña plataforma circular exterior en cuyo centro se erigía la lámpara del faro, y que estaba justo sobre su cuarto y despacho. El cielo azul olía a limpio y a nuevo. Abrió la puerta de la jaula y sacó a la paloma sujetándola con la mano derecha. La dijo algo al oído y la lanzó al aire con un grito de ánimo. La miró durante unos segundos alejarse, primero mar adentro, y luego, como si supiera dónde debía dirigirse, hacia el acantilado. Luego el viejo sonrió, cerró los ojos y luego, con mucho esfuerzo, saltó por fin por encima de la barandilla de hierro que circundaba el mirador .
-Es muy triste este cuento, no sé si me gusta -reflexiona Miriam tras unos segundos de silencio.
-Es triste, pero hay mucha belleza en él. Para eso sirve el arte, ¿no? -apunta Amanda.
-¿Para hacerte pasar una tragedia por algo bello? No lo sé, la verdad, yo prefiero que las películas o los cuentos te distraigan, que te ayuden a ser feliz…
-Ya he oído muchas veces esa teoría, y no la discuto, al menos en parte. Y digo en parte porque, el hecho de que el arte deba ser divertido, o al menos no aburrido, no lo obliga a ser banal. Y no te hablo de cualquier obra de teatro, película o novela, que pueden ser boberías sin trascendencia. Te hablo de Cervantes, de Shakespeare, de Calderón, de Ibsen… ¿O me dirás que Shakespeare es aburrido?
-¡Jamás se me ocurriría usar los nombres de Sir William o Don Miguel en vano!! -bromeó Miriam, llevándose con solemnidad la mano al pecho-. ¿Por eso se ha dedicado al teatro? ¿Para trascender? -inquirió, con una sonrisa en los labios.
-Por eso, sí, pero sobre todo por inventarme continuamente. Por vivir otras vidas, es decir, por vivir más de lo que a mí, una chica de familia diríamos bien, me habría tocado en circunstancias normales.
-Bueno, yo ya he pasado por varios estados civiles: soltera, casada y abandonada, y por dos continentes con sus respectivas vidas. Allá era una, la periodista local, la mamá de Tatiana, y acá soy otra, la camarera negra de la cafetería de la esquina. No sé si eso será teatro o trascendente, pero sí que es reinvención.
Amanda escucha la respuesta de Miriam, pronunciada con su voz suave y cadenciosa, sin prisas ni ánimo de réplica, sino más bien como una reflexión íntima. No puede, ni quiere, responder de inmediato, para no resultar impertinente ni transmitir sensación de disputa, así que apura su tequila y, sin decir palabra, rellena su vaso y se ofrece a hacer lo mismo con el de su vecina, que asiente por omisión de resistencia. Tras otro sorbo, apenas mojar los labios, dice:
-Lo que quería decir, querida, es que el teatro, como cualquier arte, es como el tequila, un producto de la destilación, una forma de exprimir la realidad, o incluso de cambiarla, hasta dejarla en su esencia.
-Pero eso no quiere decir que no se pueda ver esa esencia o la belleza del mundo en cualquier otro lugar, paseando por la calle, por ejemplo, viendo cómo una madre le da un beso a su hijo pequeño antes de dejarlo en la puerta del colegio, o cómo un perrillo sujeto por una correa se desespera por saludar a su dueño antes de que éste incluso le vea paseando en la calle con otra persona. Por ejemplo, yo propongo un fin alternativo a ese cuento. A ver qué te parece:
“El viejo miró durante unos segundos alejarse a la paloma, primero mar adentro, y luego, como si ella supiera dónde debía dirigirse, hacia unas oquedades en el acantilado. Luego el viejo sonrió, cerró los ojos y volvió escuchar su aleteo urgente frente a él. El pájaro estaba posado en la barandilla, y lo miraba como preguntándole por lo que estaba pasando. Entonces el hombre comprendió que no estaba tan solo, y que otra criatura viva le necesitaba. Y también entendió que aquella relación no necesitaba jaulas”.
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