RELATO CORTO ESCRITO DURANTE EL CONFINAMIENTO Y RETRATO DE UNA SOLEDAD CADA VEZ MÁS COMÚN EN NUESTRAS CIUDADES. SÉPTIMA Y ÚLTIMA ENTREGA.
Es la segunda vez en apenas un mes que a Miriam se le ha quebrado la rutina, pero, extrañamente, la que había sobrevenido a su vida anterior es la que ahora más añoranza le provoca, como si su etapa de varios años tras la barra del Museo del Jamón fuera una estrella fugaz apenas recordada, y las breves semanas con Amanda, sin embargo, lo abarcaran todo. Ahora se debate en una extraña confusión respecto a Tequila, y carece de puerto al que acogerse. Durante varios días mantiene su rutina de entrar el piso de Amanda dos o tres veces al día para reponer el alimento del gato y revisar que todo está en orden, pero sabe que antes o después deberá quedarse con el gato en su propio piso minúsculo, y Dolores es alérgica.
Además, finalmente ha recibido una llamada del bar, anunciándole que, dada la situación, no van a poder renovarle el contrato, que le vence en quince días, el plazo al que, calcula, le llegará como mucho el escaso dinero ahorrado después del que cada mes le manda a Tatiana a Colombia. Y aún debe pagar este mes su parte de alquiler del piso.
Tampoco ve noticias en Internet sobre Amanda, algo que le extraña, pero que atribuye a la avalancha de informaciones que se producen cada día por la epidemia.
El portero no le ha sido de ayuda, ni Serafina, la vecina de la puerta de al lado. Nadie conocía familiar alguno de Amanda. Nadie a quien acudir. Ningún rastro vivo de su paso por el mundo, más allá de Tequila y ella misma.
Tampoco ve noticias en Internet sobre Amanda, algo que le extraña, pero que atribuye a la avalancha de informaciones que se producen cada día por la epidemia, y que incluye la muerte de veteranos políticos, actores y deportistas, gente que un tiempo atrás acaparaba titulares y a la que el efecto acumulativo de defunciones ha relegado a piezas secundarias en las webs de los medios de comunicación. El virus y las cifras que causa son ya los únicos protagonistas de esta función.
Su móvil vuelve a sonar desde un número desconocido, probablemente otra vez del hospital. Responde con prevención, sobre todo cuando escucha entre signos de interrogación su nombre con sus correspondientes apellidos.
El abogado le habla demasiado deprisa, le pregunta si pueden mantener una videoconferencia, le pide su correo electrónico, la dirección de su domicilio para enviarle unos documentos que debe firmar. No, no es nada del trabajo, le aclara, y es entonces cuando cae en la cuenta de que al principio de la conversación ha mencionado un nombre que no conoce, y que por lo tanto debe de haber algún error.
No hay ninguna confusión, insiste él. Soy el abogado de doña Juana Bellido, que en sus últimas voluntades le lega a usted el inmueble sito en la calle Castillo Piñeiro, 4, donde vivía, precisando también que ello estará sujeto a su compromiso a cuidar de su gato. También dejó anotado la marca del pienso que come el animal.
Un prolongado silencio sigue a las aclaraciones del hombre.
-¿Sigue usted ahí? ¿Me ha entendido ahora? -pregunta él.
Miriam ha tardado en procesar la información, pero al fin logra reanudar el diálogo.
-Pero yo tenía entendido que esta señora se llamaba Amanda, Amanda Galán.
-En efecto, así se hacía llamar desde hace años, pero su nombre legal era el que le he indicado antes.
-Supongo que sería su nombre artístico. Muchos actores y actrices se los cambian para que resulten más llamativos. ¿Cree usted que debería enviarse una nota a los periódicos para informarles de su muerte?
-No lo creo, sinceramente, Doña Juana apenas había formado parte desde muy joven y durante muchos años de un grupo de teatro aficionado del barrio, que apenas pasó de representaciones en centros culturales del ayuntamiento. Pero hace años que ella había abandonado el grupo, cuando empezó con sus problemas de movilidad.
Miriam vuelve a no entender, insiste en que ha visto las fotografías, su entrada en la Wikipedia, la página web…
-Discúlpeme, pero era todo un juego, una fantasía de esta señora. Jamás ganó una peseta ni un euro con el teatro. Al revés, esa página web y su presencia en Internet le costó dinero, porque para ello contrató los servicios de una agencia de comunicación con la que yo mismo le puse en contacto. En realidad, Doña Juana no tuvo que trabajar nunca para ganarse la vida, porque al fallecimiento de sus padres, y tras la muerte de su única hermana, ella heredó varios pisos en Madrid, de cuya renta vivía. Por cierto, que uno de ellos es el séptimo izquierda, donde usted vive ahora, y que, como el resto de su patrimonio, a excepción del piso que le lega a usted, ha dejado a varias organizaciones no gubernamentales.
Conmocionada, Miriam, se prepara una infusión en la cocina mientras repasa mentalmente la conversación que acaba de mantener, más bien la confesión, aunque a través de una tercera persona, de la propia Amanda. “Sí que eras una gran actriz, cacho cabrona”, se dice Miriam con una sonrisa, “aunque solo tú lo sabías, y ahora yo también”.
Y es ahora cuando Miriam por fin comprende a Amanda, y lejos de sentirse engañada le embarga una profunda compasión y gratitud hacia aquella mujer que tenía tanto miedo de morirse sola que vivía encerrada con la puerta abierta, y tanto miedo de la vida que tuvo que aprender a reinventársela subida a un escenario y un público que nunca existieron más allá de su propia imaginación y que, probablemente, para ella fuera la única realidad conocida.
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