Nicolás Sarkozy está forzando a numerosos gitanos esteeuropeos a volver a sus países de origen dándoles 300 euros por persona y desmantelando las chabolas que habían plantado en Francia.
La medida, según numerosas asociaciones de derechos humanos, recuerda las persecuciones, crímenes y genocidios sufridos por este pueblo que huyó de las invasiones musulmanas de los actuales India, Pakistán y Afganistán hace unos mil años.
Desde entonces han padecido acoso allá donde viven, sobre todo porque buen número de ellos obedecen al modelo que los prejuzga: hábitos socioculturales primitivos, automarginación, y en ocasiones cercanía al delito.
Sin embargo, hay un gran número ajeno al estereotipo: gente integrada, con lazos con todas las clases sociales, muchas veces ni siquiera sabemos que pertenecen a esa cultura.
En 1749 Fernando VI ordenó una “Gran Redada” en toda España que envió a prisión a los capturados: tuvieron que liberarlos porque la mayoría eran comerciantes, buhoneros o practicaban oficios necesarios para toda la sociedad.
El problema con los gitanos de los países excomunistas es que en buena medida viven de la delincuencia. Muchos explotan a sus mujeres e hijos como ladrones o narcotraficantes.
Durante siglos eran recibidos generalmente con alegría en muchos pueblos a los que llegaban para ejercer como hojalateros o reparadores de material de labranza, oficios que han desaparecido sin que hubieran sabido readaptarse a las nuevas sociedades.
Por tanto, se necesita una contundente voluntad política que estimule a la endogámica sociedad gitana, a veces explotada por sus propios líderes que cultivan y ahondan las diferencias cuulturales, a modernizarse y reajustarse.
A Rodríguez Z., aspirante al Nobel de la Paz dando nuestro dinero por el mundo con su Alianza de Civilizaciones, nunca se le ocurrió la verdadera alianza de civilizaciones; la de los gitanos y los demás españoles.
Quizás porque lo suyo es separar, precisamente, a todos los españoles.