Ahora mismo, el mundo es radicalmente diferente al de hace solo dos años, con todas las ideologías trasladándose hacia la derecha a una velocidad creciente para frenar la inmigración.
El cambio está siendo tan vertiginoso, especialmente a partir del pasado 11 de septiembre, que no puede seguirse: los acontecimientos lo arrollan.
España se ha despertado xenófoba –rechaza a la gente extraña—y a veces racista.
El gran partido de la izquierda, el socialista, ha virado 180 grados: ya no defiende la inmigración incontrolada, reclama la expulsión de los ilegales y exige castigo para todos los delincuentes, incluidos los pequeños, a los que tradicionalmente consideraba víctimas del sistema capitalista.
Hace poco, el PSOE hubiera expulsado al militante que considerara que los inmigrantes generaban problemas y que exigiera seguridad ciudadana, expresión definida como fascista.
Ahora, los líderes socialistas compiten con los derechistas del PP por la bandera de las reivindicaciones justicieras, e incluso por la paternidad del liberalismo económico, que es la “tercera vía” de Blair.
Toda la izquierda europea se ha movido hasta ocupar el centro, el terreno de su vieja rival, la derecha cristianodemócrata, y la triunfante derecha se ha desplazado más aún hasta establecer fronteras porosas con la ultraderecha.
La gran señal del cambio, además de lo anterior, es alarmante: la ultraizquierda y la ultraderecha coinciden ya en su salvaje antisemitismo, lo que, como siempre, es muestra inequívoca de que el mundo ha perdido sus puntos de referencia.
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