Publicado en ValenciaOberta.es
La verdad es que es solo una excusa. Esta vez intentaré ir por caminos alejados de la noticia y centrarme en algo más allá. La patochada de las comuniones civiles, los bautizos ídem y las bodas en el Ayuntamiento, me producen una mezcla de asco y risa. Celebrar los ritos de paso, las presentaciones en sociedad de personas o sentimientos y todos esos festejos que tradicionalmente se llevaban a cabo con bendición del Altísimo o de Odín, y necesitar la bendición de la Autoridad Incompetente me parece algo de lo más estúpido que pueda haber. Esta es mi opinión. Y esto es la sección de opinión.
El Ayuntamiento de Ribarroja del Túria, pueblo al que tengo un gran afecto, y cuyos colores (y portería de fútbol-sala) defendí en mis años mozos, aprobó los bautizos civiles, y alguna que otra cosa del estilo. Con el objetivo “de aumentar los derechos civiles de los habitantes y dar respuesta al incipiente aumento de la demanda de este tipo de celebraciones por parte de los vecinos”, copio textualmente. Pero esto es la excusa. Excusa para preguntarme.
¿Si un Ayuntamiento puede aumentar mis derechos con una decisión, ésta u otra, puede cercenarlos con un cambio de parecer? Es evidente que hay que hacer una distinción entre derechos naturales y derechos legales. Pero la retórica de ésta, y otras muchas actuaciones, no realiza distinción alguna. Existe un batiburrillo indisoluble. Mana de nuestros gobiernos y de los mass media. Y alcanza a muchos ciudadanos.
Estamos instalados en una escalada de derechos. Los míos me los dan, los otros me los quitan. La palabra importa. E importa mucho. No son palabras escogidas al azar. La confusión que se percibe en las conversaciones de barra de bar es bastante preocupante. Ciudadanos reclamando aquello que les prometieron. Pidiendo lo que dice la ONU. Como si escribir en un papel hiciera que las cosas así fueran, por arte de birlibirloque.
Es evidente, al menos para mí, que existen cuestiones que son previas a cualquier consideración legal en el ser humano. Llámelo dignidad, llámelo derecho, llámelo como quiera. Yo – y usted – no somos ni más ni menos que nadie. Y nadie tendría que venir a recordárnoslo. Si este derecho – natural – mana de la colectividad, y de la forma que el propio colectivo eligiera para ordenarse, y encima depende del color de partido en la poltrona que lo da y lo quita, apaga y vámonos. Somos borregos.
La legalidad, los derechos que el gobierno propone y dispone, por el contrario, necesitan de la participación del propio ciudadano, cumpliendo con unas condiciones para que los susodichos derechos puedan ser ejercidos. Estos derechos, evidentemente, se crean y se destruyen dependiendo de la orientación ideológica del político al que se le llena la boca con ellos, confundiendo al elector, vistiéndolos de derechos inalienables, de derechos naturales de facto.
La palabra importa. Pues usamos la misma. Y no son lo mismo. Al interesado gobernante le interesa que lo creamos, para atribuirse, nada menos, que haber sido quien nos otorga la dignidad como personas. Para jugar a ser Dios. Simple. La proliferación de leyes creando derechos, además, tiene la perversa consecuencia de que éstos entran en conflicto entré sí. Véase vivienda, por ejemplo. Entonces, nuestros aprendices de Jesucristo Superstar, dirimirán sabiamente quien es el que está por encima del otro, con otro Real Decreto, reventando el principio básico de igualdad ante la ley, que ese sí, es natural, pero tienen que ganar los míos.
Así las cosas, querido lector, ya hay quien demanda este tipo de celebraciones. O eso nos cuentan. A saber. Quien demanda que el poder certifique lo que son derechos y lo que no. Y yo me pregunto si usted, como yo, sostiene que las personas somos personas, antes que nadie venga a decirnos lo que somos. Si tiene claro, por esto mismo, que cualquier decisión, por muy legal y democrática que sea, que contravenga este punto de partida va contra su propia esencia como persona. Y contra la mía. Que el empleo tergiversado de la palabra derecho tiene una intencionalidad mucho más profunda y denigrante. No dejo de preguntarme si sabemos de qué narices estamos hablando cuando la empleamos. Me pregunto, al fin y al cabo, si usted piensa que somos personas o cree que somos hormigas.