Revista Cultura y Ocio

Derechos y deberes – @DonCorleoneLaws

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Si hay algo que no podrá decirse de mí es que no estoy puesto al día. Leo prensa a diario, veo los informativos, escucho la radio cada mañana y tengo bastante presencia en redes sociales. Imagino que como cualquier españolito medio de una edad comprendida entre los veinticinco y los cincuenta años.

Yo, en concreto, pertenezco a la generación de los setenta: una cosecha de uva extraordinaria que está dando excelentes reservas que combinan con casi todo lo que es bueno, y que deja –en boca- un sabor y unos recuerdos excelentes.

Sin embargo, pese a ser un hombre normal con una mente bastante abierta a todo tipo de planteamientos, por más que intento comprender qué es lo que la sociedad ha hecho mal para ir degenerándose progresivamente en la escala de valores, no lo entiendo.

No entiendo que ahora, casi todos, nos hayamos vuelto tan exigentes: sobre todo nosotros, que nos criamos dando patadas a un balón, saltando a la comba y jugando a las canicas aprovechando el mal asfaltado de las esquinas de los campos de basket.

Es normal desear lo mejor para uno mismo, sí, pero también es fundamental aportar lo mejor de nosotros para tener, al menos, la vergüenza torera y el respaldo ético de poder quererlo. Ahora lo anhelamos todo, pero sin dar nada o -en el mejor de los casos- dando lo mínimo. Nos hemos vuelto la sociedad del mínimo esfuerzo y de la máxima exigencia.

Deseamos los mejores servicios pero puenteando el pago de impuestos. Solicitamos el mejor de los tratos dirigiéndonos a los demás como si fueran cuerpos sin alma. Queremos la excelencia de todo siendo -a veces- profundamente mediocres tanto en nuestro comportamiento como en nuestra manera de pensar. Y ahí está la fractura: no se puede sostener un sistema al que se le pide pero no se le otorga.

Es probable que esas nuevas generaciones a las que –gracias al esfuerzo de sus padres- no les ha faltado de nada, no sepan o quieran valorar lo que tienen y disfrutan a diario, pero ¿y nosotros?. ¿Por qué exigimos a los demás lo que nosotros no hacemos en todo tipo de ámbitos?: amistad, trabajo, amor, familia, creencias, libertades, educación…

No he visto tratar peor a otras personas que en reuniones de las comunidades de propietarios, o incluso en las puertas de los colegios esperando recoger a los niños, y para qué hablar de los comentarios dañinos que se hacen a espaldas de los demás en los temibles grupos de WhatsApp. Cuánto mal les ha hecho –a algunos- la tecnología.

No he visto mayor fábrica de intolerancia, demagogia y falta de respeto que las redes sociales cuando, en vez de ser utilizadas para cosas positivas, se transforman en máquinas de odio hacia quienes no piensan como nosotros. Da igual el tema, el momento o el suceso: todo el mundo parece saber de todo más que los demás, y amparándose en la libertad de expresión y en el derecho a opinar sobre cualquier cosa, la gente se dedica a querer adoctrinar a extraños sin habérselo pedido nadie.

Se ha perdido tanto la cordialidad en el trato, que la persona que simplemente intenta serlo con los demás es acusada inmediatamente de tener un dudoso comportamiento, cuando realmente debería ser una norma fundamental de convivencia. Hay una importante masa social –esa a la que nunca le gusta que se generalice pero que no escatima en hacer de la ignorancia una bandera para hondear- que ya no conoce términos como “paciencia”“tolerancia” o “respeto” y que, haciendo propio el refrán de “más vale una vez colorao que ciento amarillo” prefiere ser desagradable de forma instantánea sin dar opción a réplica o a explicación posible. Se ha perdido el gusto por el debate sin aspavientos y sin agresividad verbal. Cada vez hay más carne magra del “conmigo o contra mí” o de hacer “guerra sucia” de soslayo porque no tienen los suficientes arrestos para expresar a la cara con argumentos lo que realmente piensan. ¿Cómo podrían hacerlo, si cambian de opinión como veletas al viento?. La coherencia está en un serio peligro de extinción.

Y aunque tengo bastante asumido lo que hay porque lo veo a diario, me provoca cierto temor y bastante incertidumbre el pensar qué tipo de comportamientos y de valores sociales les estamos transmitiendo a las generaciones que aún dependen de nosotros.

Cada vez me da más pena ver los viernes por la noche a las pandillas de imberbes salir a beber a las plazas con las bolsas de plástico de los supermercados, o leer notas en los ascensores pidiendo “por favor” que se respete el descanso de los demás sabiendo conscientemente que los interesados se van a descojonar de ellas.

Ya apenas hay niños jugando en la calle: casi todos pasan la tarde con la nariz pegada a la tele o a una tablet. Hay que hacer malabares para poder juntar a un grupo de amigos en una simple cena: todos tienen excusas. Se está perdiendo el placer por el paseo, por la charla y por la lectura. Apenas nos miramos por las aceras cuando nos cruzamos con otras personas –y no digo ya sonreírnos-. Casi no se utiliza el trato de “usted” para conversar con quienes no se conoce. No valoramos el interés diario de otras personas por nosotros, creyendo simplemente que es algo que merecemos porque sí. Pensamos mal antes incluso de acertar a saber. Utilizamos el humor para herir a los demás, en vez de para arrancar una sana sonrisa espontánea. Conducimos enfurruñados, maldiciendo y siempre con prisas, porque todos son muy torpes y muy gilipollas menos nosotros. Nosotros no, claro… y quizás nos estemos equivocando. Quizás…

No obligo a nadie a pensar como yo, ni a creer en lo que yo creo, ni a hacer lo que yo hago, ni a entender la vida a mi manera. Lo único que le pido a esta sociedad cada vez más descarnada es poder tener un espacio y un lugar para ser como soy: con mis gustos y mis opiniones -por muy equivocadas que puedan estar-, sin necesidad de ser ofendido por nadie, sin tener que justificarme ante nadie y sin tener que pelearme con nadie por ser así. Pido respeto porque yo siempre se lo doy al que se lo gana. Fácil y sencillo.

Quizás, mirando a las personas que queremos a los ojos y pensando en nuestros descendientes, podríamos intentar ajustar esa inestable e invisible balanza existente entre derechos y deberes. A lo mejor así nos daríamos cuenta de lo que estamos aportando en comparación con lo que estamos exigiendo.

Pero mientras ustedes se lo plantean, déjenme que, por encima de todo lo demás, yo les pida algo que -a la vez- entiendo como derecho y como deber. Creo que es una cosa fundamental para que convirtamos nuestro entorno en un espacio muchísimo más agradable. Y lo hago con toda la tranquilidad ética del mundo porque tengo miles de defectos, pero entre ellos, no está la ausencia de lo que les pido. En este caso, exijo hacia mí como derecho algo que yo sí que me impongo como un deber hacia los demás: la AMABILIDAD.

Piensen en ello.

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