«Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil ─era el tópico al uso de aquellos días─consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura solo accesible a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas: “Escribir para el pueblo ─decía mi maestro─¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos ─claro está─ de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, Shakespeare, Tolstoi… Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular”.»
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Parte del discurso pronunciado en Valencia por Antonio Machado en la clausura del II Congreso Internacional de Escritores, a quien fui a visitar hace unos días en Colliure (Francia).
Nicho, cedido por una vecina, en el que reposan sus restos y los de su madre, Ana Ruiz, en el pequeño cementerio de la localidad francesa.
Hotel Bougnol-Quintana, en el que se hospedaron a su llegada, esperando una ayuda que no llegaría a tiempo.
El mar que los acompaña.