Leer y escribir constituyeron el viaje a lo desconocido del sabio francés [Montaigne], que lo emprendió con la certeza de que, más allá de sus diferencias, ambas tareas coinciden en el hecho de que los libros nos escriben, de que autor y lector no salen indemnes del encuentro con las palabras, de que éstas iluminan dimensiones del yo, espacios mentales de la sensibilidad adormecidos por las rutinas diarias que forman parte de nosotros, pero que no declaran su existencia hasta que la escritura o la lectura los hacen comparecer.
Esos espacios, más que el resultado de una invención arbitraria, son conquistas personales de nuestra identidad, de lo que somos sin saberlo hasta que las palabras revelan cosas que ignorábamos sobre nosotros mismos. Hay un territorio del yo perdido en el espíritu que sólo al desaparecer cobra vida y fulgor. La lectura es el descubrimiento de aquel secreto que perdemos y recuperamos incesantemente, en el fluir de las horas anodinas y exaltantes. Territorio ajeno como una calle poblada por gente desconocida, donde el lector de otras vidas y destinos experimenta el temblor mental de las sensaciones más inauditas.
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Luis Mateo Díez en el artículo "Desaparecer en la lectura", incluido en el volumen La lectura coordinado por Antonio Basanta Reyes y editado por el CSIC en la colección Anejos Arbor.