"En la ruta del sudeste que había tomado había satisfactorios indicios de lejanía y desolación."
A algunos de nosotros, en un momento dado de nuestra vida, cierta inquietud muy parecida a la desesperación nos empuja a coger la mochila y, sin otro plan que el de alejarnos, nos lanza a la carretera. Es posible que esa inquietud no nos abandone ya más, y es también posible, sin embargo, que, tras este brote, no volvamos nunca a recaer. Tanto da: el virus del viaje no tiene cura y puede permanecer latente en nuestro cuerpo durante décadas. Cuando uno es viajero, lo es para toda la vida.
A orillas del Danubio, tras haber caminado casi dos mil kilómetros desde que salió de Inglaterra, Patrick Leigh Fermor aprovechó la llegada de la primavera y pasó su primera noche al raso. A la luz de una vela que había colocado en una roca, se puso a escribir su diario de viaje hasta que le entró la modorra. A continuación, con la música de fondo de ranas, gallinetas y avetoros, se tumbó a contemplar las constelaciones y dejó que vagaran entre él y el cielo las ideas y el entusiasmo de un mozalbete de 18 años.
¿Por qué la idea de que nadie sabía dónde me encontraba, como si huyera de una jauría de perros de presa o de unos coribantes empeñados en descuartizarme, era capaz de generar esta sensacion de triunfo?Life is good
De entre todos los maravillosos párrafos que este extraordinario libro ofrece, se me ocurre que éste es uno de los más significativos. Tenemos en él condensados algunos de los rasgos inconfundibles de esta cima de la literatura de viajes (o de la literatura a secas): joie de vivre, referencias clásicas, vívidas imágenes y, sobre todo, el poder de comunicar de manera magistral sensaciones que apelan a los recuerdos del lector, o, por el contrario, de despertar en él la sed de perderse en el mundo y ver qué encontramos.
Además, cualquiera que haya vivido a fondo al menos una parte de su vida, lo cual no quiere decir hacer puenting y nadar con delfines, reconocerá en esas líneas la sensación de agradable alienación que nos embarga a los viajeros cuando menos lo esperamos. Recuerdo estar un día en el metro y fijarme en la persona de enfrente, ufana de haber encontrado un asiento para todo el trayecto y poder así enfrascarse a gusto en una apasionante sopa de letras. Con una condescendencia rayana en la piedad, le espeté en silencio mis pensamientos:
Tú no lo sabes, pero hace dos semanas regresé del otro confín del mundo.
Tierra de castillos
Entre los mochileros hay mucho más esnobismo del que se piensa, y yo no me libro de ello. Pero también me enorgullezco de coincidir con Fermor en que gran parte del placer del viaje radica en desaparecer. Así es. No radica en compartir momentos. Ni en contemplar puestas de sol. Ni en el indiscutible gozo de conocer gente nueva. Ni en colgar fotos en tu cuenta de facebook. Ni en encontrarte a ti mismo. Ni siquiera en escribir un blog de viaje.
Desaparecer. Lisa y llanamente. Y si no sabéis a qué me refiero con "desaparecer", os diré que, cuando fui a los Estados Unidos, mis padres se pensaron que me había secuestrado una secta. Sin coña. A eso me refiero.
(Y de paso, otro no: la gente no viaja más desde que llegaron los vuelos low-cost. Viaja muchísimo menos.)
El Salar de Uyuni. Y pensar que hay gente que recorre medio mundo para hacer esto...
Más de cuarenta años median entre el día en que Patrick Leigh Fermor llegó en barco a Holanda, decidido a recorrer Europa a pie hasta llegar a Constantinopla, y el momento en que empezó a escribir este libro. Son cuarenta años que lo llevan a través de juventud, madurez y veteranía hasta la sabiduría de la experiencia, años que Fermor, autor, historiador, destacado soldado, estudiante rebelde expulsado de The King's School por hacer manitas con la hija del verdulero, latinista y helenófilo autodidacta, vivió con una intensidad propia de otros siglos. Y son la experiencia y la erudición adquiridas en esa vida de leyenda las que permiten al autor recordar, revivir y narrar de principio a fin una aventura tan larga y lejana en el tiempo (ayudado, además, por la recuperación, veinte años más tarde, de un diario de viaje perdido en un castillo rumano).
La voz del viajero, pues, no es la de un adolescente. Uno de los grandes logros de Fermor en esta obra es el equilibrio que la voz narradora mantiene entre la ingenuidad de la juventud y la experiencia de la edad. En ese sentido hay que señalar, por ejemplo, los comentarios sobre sus lagunas culturales (!!) que, dice, le impedían sacarle todo el jugo a una conversación sobre Proust o a una visita a determinada ciudad. El Fermor sexagenario de El tiempo de los regalos y el septuagenario de Entre los bosques y el agua no han perdido un ápice de pasión, sed de vivir, hambre de conocimiento y, más importante, la voluntad de alcanzarlo.
Incidiendo sobre el esnobismo de los mochileros, hoy el adjetivo imprescindible es "auténtico". Puedes viajar a Londres, Bangkok o Tallin, pero si el instagramero que marca tendencia no te informa de dónde puedes encontrar el auténtico Londres, estás condenado a ser un simple turista. (Escupir). Por alguna razón que no se me oculta, esa autenticidad acostumbra encontrarse en la miseria. Así, parece que el auténtico Brasil es el de las favelas y la Cuba auténtica es la de las jineteras. Conocí a un hijo de diplomático suizo que, al tiempo que pagaba 400 euros a la semana por clases de español a las que no asistía, dormía en azoteas de la Barceloneta. Todo sea por la autenticidad.
Fermor, por su parte, pasa dos años cruzando Europa, pero no tiene tiempo para semejantes gilipolleces de pijo con complejo de clase. Disfruta tanto durmiendo al raso como en la mullida cama de la mansión de un noble húngaro. De hecho, uno de los aspectos más interesantes y envidiables de su viaje es la posibilidad, fecundamente aprovechada, que le brindan las nutridas bibliotecas de los castillos y mansiones donde de vez en cuando se aloja para saciar in situ su voracidad de conocimientos sobre historia, geografía, ictiología, lenguas o antropología. Mientras al viajero engreído, como servidor (ver más arriba), le encanta aleccionar a los demás sobre la auténtica forma de viajar, Fermor, por su parte, humilde ante el pastor que acepta su pan, agradecido al aristócrata que le ofrece copa tras copa de gran reserva, cautivado tanto por la belleza de una bandada cigüeñas como por el cuerpo de una campesina con la que retoza en un pajar, no podría estar más lejos del afán de aleccionar, ni al lector ni a nadie.
La intención de Fermor era escribir una trilogía, pero tras El tiempo de los regalos (1977) y Entre los bosques y el agua (1986), nunca llegó a publicar la tercera parte, The broken road (en español El último tramo). Fueron la escritora Artemis Cooper y el también viajero y autor Colin Thubron quienes, tras años de trabajo en el diario de viaje del autor, publicaron en 2013 el último volumen de esta trilogía. A juzgar por las críticas, parece que hicieron un trabajo soberbio.
Gitanos húngaros con su oso bailarín
A pesar de los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial y de la caída casi simultánea de tres imperios, podría decirse que en la Europa de 1933 reinaba aún cierta inocencia. Al fin y al cabo, guerras había habido desde siempre y, pese a su magnitud, en aquélla las víctimas "inocentes" (entiéndase civiles) fueron una minoría, a diferencia de lo que lleva ocurriendo desde 1939. No cabe duda de que un mundo que no conoce los nombres de Auschwitz, Hiroshima ni Kolyma se nos antoja hoy idílico. Y en efecto, la Europa central que recorre Fermor, esa Holanda que reconoce por las pinturas de los museos, ese territorio Grimm que son los bosques de Baviera, esas noches rumanas de gitanos y hogueras con el oso bailarín al fondo, esos cafés de Bratislava con la ruidosa presencia de estudiantes talmúdicos debatiendo en yiddish, esas reverberaciones del aullido de los lobos en el bosque, o esa isla de Ada Kaleh, hoy hundida bajo las aguas, hacen de aquella Europa un paraíso donde la creciente presencia de unos nazis a los que nadie se tomaba en serio y los rumores acerca de campos de concentración no eran más que unos nubarrones que se prometían pasajeros.
En las cartas que, a modo de sendos prólogos, escribe a su amigo Xan Fielding, Fermor reconoce la suerte que tuvo de conocer ese mundo antes de que la década posterior lo barriera para siempre. Pero la tragedia que estaba por venir también se cobra sus víctimas entre algunos de los incontables y, aun así, inolvidables personajes que pueblan estas páginas. Así, topamos de vez en cuando con una nota a pie de página que nos informa de la triste suerte que corrió años más tarde esa persona con la que ahora comparte charla, chimenea y copa.
La isla de Ada Kaleh, una comunidad turca en el Danubio rumano. Fue hundida en 1970 para dar paso a una central hidroeléctrica, y Fermor la retrata en unas inolvidables páginas finales
Bastarían los retratos que nos ofrece el autor, las digresiones para hablar de un sufijo de la lengua húngara, el repaso a la historia de los hunos y los magiares, o el maravilloso relato de la escapada con su amigo Istvan y su amada Angéla por los montes de Transilvania para hacer de estos libros una fuente de placer lector sin fin. Pero es sin duda el modo en que Fermor, cuarenta y cincuenta años después de la experiencia, reflexiona y enriquece sus vivencias; la lengua que emplea, directa y sencilla, al tiempo que cultísima; la pasión y la alegría, sin pizca de sentimentalismo, de haber vivido esos días; sus reflexiones, erradas o certeras, siempre atrevidas; o la erudición sumada a una inagotable y contagiosa sed de conocimiento, lo que hacen de estos libros una obra maestra absoluta.
Las Puertas de Hierro del Danubio, el paso de Rumanía a Serbia donde concluye Entre los bosques y el agua
Hay por ahí un bloguero que, el día menos pensado, va a desaparecer.