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La iglesia estaba llena. La noticia del hallazgo del cadáver había convocado aquella mañana a todos los feligreses, ansiosos por obtener noticias de primera mano del suceso, la mayoría, y los más allegados a la familia, para acompañarla en el funeral. La gente se arremolinaba en el pequeño templo, teniendo que abrir el sacristán el portón para que los que no cabían dentro pudiesen escuchar la misa desde el pórtico.
El acto estaba presidido por el ataúd, de madera de pino barata, colocado a los pies del altar mayor bajo la adusta mirada de un cristo de madera negra como el carbón, que con la cabeza inclinada, parecía tratar de adivinar quién estaba dentro del cajón.
Los padres de la fallecida, vestidos de riguroso negro, estaban sentados en el primer banco. A su lado, los familiares y el alcalde. Las mujeres lloraban en voz baja. El resto de los asistentes vestían también alguna prenda negra, en señal de respeto. Incluso sobre el altar y los laterales de la iglesia se habían extendido algunas telas, negras como la noche.
La visión que se tenía desde la entrada del templo era la de un retablo sumido en las penumbras, salvo por cuatro velas diseminadas aquí y allá. Esta especie de caja negra estaba atravesada por un chorro de luz que, desde el rosetón del coro, viajaba por toda la sala para iluminar el altar y el ataúd. Y en medio de aquella iluminación tan teatral, se movía casi como un autómata el cura, el gran artista de aquella representación.
Evidentemente, todos esperaban el momento del sermón, pues el cura era quién, desde sus discursos, exponía al populacho la versión oficial de todos los hechos destacables de la semana, y era evidente que nunca había ocurrido nada tan digno de mención por el párroco como aquel asesinato.
El sacerdote, un hombre enjuto, de ojos pequeños y cabeza redonda, tras finalizar los ritos, subió al púlpito. Se hizo un profundo silencio. Desde la calle, algunos pedían silencio y hacían gestos con las manos para llamar la atención de sus acompañantes. Había llegado el momento de saber qué tenía la Iglesia que decir sobre todo aquello.
–¡Hermanos, el diablo ha llegado a nuestro pueblo! – comenzó el cura, levantando un murmullo entre los asistentes–. Sí, digo bien. El diablo. Ese ángel caído que fue condenado a castigar nuestros pecados, a torturar a los pecadores, tanto aquí como en el Infierno, se pasea ahora por nuestro bosque, en respuesta a la provocación de aquellas personas que han tenido el atrevimiento de desviarse del camino de Dios. Y lo ha hecho de la mejor manera que él sabe: Sacrificando a una inocente. Ella, la más bella de nuestras hijas, a punto de convertirse en una joven extraordinaria, ha sido asesinada de la manera más terrible. Me han contado los que fueron hasta el bosque para traérsela a sus padres que se ha hecho una auténtica carnicería con su hermoso cuerpo. Le abrieron limpiamente la espalda y le sacaron todos sus órganos, sin dejar sangre ni fluidos, y quedando el cadáver en tal apariencia, que visto de frente seguía manteniendo toda su belleza. ¡Eso solo puede hacerlo el diablo! ¡No hay ser humano capaz de semejante acto, y en caso de que lo hubiera, no hubiera sido capaz de ejecutarlo con tal sangre fría! Ese acto tan repugnante solo puede ser obra de Satanás.
Todo el mundo comenzó ha hablar a la vez. Unos apoyaban las palabras del sacerdote, otros expresaban sus miedos… Ninguno de los asistentes se atrevió a contradecir aquel discurso.
–Y si Satanás está aquí matando a vuestros hijos es porque vosotros, los padres, algo terrible habéis hecho en contra del Señor. En el pueblo hay quienes piensan que la ciencia moderna y la política van a permitir que vivamos alejados de la Iglesia. Que ya no hace falta honrar al Señor, nuestro Dios. Que se puede vivir ignorante de los poderes sobrenaturales que gobiernan este mundo. Y eso es un gran pecado. Un pecado tan grande, que ahora estáis viendo cual es su castigo. Y desgraciadamente, sé que éste acto terrible no será el único. Pronto nos veremos celebrando un nuevo entierro, acosados por las bestias del abismo. Y entonces os arrepentiréis, y vendréis a esta santa casa a orar y pedir clemencia. Pero ya es muy tarde. Es tarde para todos vosotros, pecadores.
Y sin decir nada más, descendió del púlpito y se sentó a la derecha del altar. Se hizo un silencio absoluto en el templo.
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Después, en el casino, los hombres más pudientes del pueblo buscaron sitio frente al médico, deseosos de que un ateo redomado como él expusiese una versión alternativa y basada en cosas algo más lógicas que las del cura, que solo había conseguido atemorizar a la población.
Pero el médico, único hombre que no acudía nunca al templo, no quería ni tan siquiera conocer las palabras del capellán. Su único deseo era tomarse su vermut tranquilamente y disfrutar de aquella estupenda mañana soleada, por lo que rechazaba una y otra vez a todos aquellos que querían que comentase la visión apocalíptica del representante oficial de la Iglesia. Finalmente, ante la insistencia de los presentes, concedió hacer unos comentarios en público.
–Es evidente que el esparto introducido en el cuerpo era de aquí, de éste pueblo. No creo que ese tal Satanás necesitase utilizar ese tipo de material si quisiera embalsamar un cuerpo. ¿No dice el cura que tiene poderes mágicos? ¿Os lo imagináis acudiendo a la droguería para comprar unos rollos? ¡No os dejéis manipular por ese estafador! Solo quiere dominaros para ser él quien gobierne éste pueblo. ¡No seáis ignorantes! En éste pueblo hay un asesino de carne y hueso que disfruta descuartizando. No es un demonio. Es un hombre.
La gente que rodeaba al médico se quedó estupefacta. Increíblemente, era más tranquilizador creer en el demonio que en un asesino. El demonio, aunque terrorífico, siempre se guiaría por una lógica: Castigar a un pecador, atemorizar a los desviados de la Iglesia… Pero un asesino no tenía por qué acatar esas reglas. Mataría como una fiera solitaria, a la que el olor a la sangre y el miedo hacen disfrutar de la muerte, gozar del acto asesino. Y eso hace que cada vez quiera más.
El miedo se leía en las caras de todos aquellos hombres. El médico, aunque preocupado por el efecto de sus palabras, se sintió contento de haber convencido a aquellas personas sencillas de que el monstruo era uno de ellos.
–¿Y que haremos entonces? –preguntó alguien desde el fondo.
–Pues tendremos que vigilar y estar preparados para sorprender a este asesino. Deberíamos de organizar algunas patrullas, sobre todo por la noche, y tomar medidas de seguridad. Que nadie salga solo, que no se alejen del pueblo los niños y que cuando oscurezca todo el mundo esté en casa y con la puerta cerrada.
Inmediatamente los hombres comenzaron a movilizarse. Enseguida abandonaron el casino para correr a sus casas y dar instrucciones. El grupo del alcalde comenzó a apuntar los nombres de los que formarían los turnos de vigilancia nocturna por las calles del pueblo. La actividad y el saber cómo defenderse hizo que el miedo se atenuase. El terror al demonio se había transformado en la excitación de la caza, algo de lo que en aquel pueblo todos entendían. Mejor aún, eran expertos, y el tamaño de la pieza no les asustaba en absoluto.