Vemos las imágenes de las inundaciones en Pakistán y sólo captamos su gravedad si las comparamos con algo cercano. Por ejemplo, la superficie de terreno anegado allí es como dos tercios de España, y los veinte millones de afectados son proporcionalmente cinco millones de españoles.
Un desastre espantoso para un pueblo pobre, con sólo 1.960 euros de renta per cápita (España algo más de 26.000), pero con potente ejército, bombas atómicas, fanáticos religiosos y enorme corrupción.
Dominado por el islam sunita, era de esperar que tras este desastre, con al menos 1.600 muertos y millones hambrientos y amenazados por epidemias, llegara la generosa ayuda de sus hermanos religiosos ricos, como Arabia Saudita.
Pero en las catástrofes, la caridad islámica desaparece. No hay solidaridad ni clemencia, y si llegan es con cuentagotas y autobombo.
Por eso los afectados y la ONU saben que quienes ayudan son casi exclusivamente a las naciones de origen cristiano, e incluso Israel, el mayor donante mundial en relación a su población.
Las oenegés originalmente cristianas, Cruz Roja u Oxfam, responden enseguida, aunque los favorecidos nunca lo sabrán: la Media Luna Roja y similares islámicas, incluso fundamentalistas, cubren con sus anagramas gran parte de las donaciones occidentales. Peor: le niegan ayuda a los cristianos e hinduistas si no se convierten al islam.
Una maestra saharaui le confesaba recientemente a una cooperante española en Tinduf que le avergonzaba ver que toda ayuda venía de países cristianos, y nada de los musulmanes.
Así se explica la ira creciente de los imanes ante las conversiones de numerosos mahometanos al cristianismo o al agnosticismo, algo de lo que no se habla porque la apostasía, y mucho más si es pública, se paga con la pena de muerte.