Nunca antes en la historia reciente de España un partido político que atesora la mayor concentración de poder jamás conseguida en democracia, permitiéndose controlar casi la totalidad de la Administración del Estado (Gobiernos central, autonómicos y locales), había dilapidado tan rápidamente tal poder y la confianza de los ciudadanos. Ha bastado menos de una legislatura para que ese partido perdiera las mayorías absolutas que lo situaban en una envidiable posición para dirigir el país sin depender de nadie y gobernar la nación, la mayoría de las regiones y las ciudades más importantes. Pero ha bastado que gobernara en solitario para que la gente se desencantara con el depositario de suspredilecciones, le retirara su apoyo y mostrara el rechazo a las políticas emprendidas por una formación crecida y soberbia: creía poder gobernar atendiendo sólo su santa voluntad y contra la mayoría de la población.
Cuando ha querido rectificar ha sido demasiado tarde. Ya había perdido toda credibilidad a causa de unos recortes presupuestarios -en su obsesión por ajustar el déficit reduciendo las partidas de gasto- aplicados de manera poco equitativa y que castigaban fundamentalmente a trabajadores y clases medias, dejando en la estancada a los desfavorecidos, a quienes les limitaba o suprimía todo tipo de ayudas y socorros públicos, y por una corrupción que no ha dejado de carcomer la estructura orgánica e institucional del partido gobernante, al que pertenece el presidente del Gobierno Mariano Rajoy: el Partido Popular.
Recortes y corrupción están, pues, hundiendo peligrosamente al Partido Popular, donde, tras el fracaso recolectado en las últimas elecciones locales y autonómicas de mayo pasado, en las que ha perdido cerca de tres millones de votos, se han desatado los nervios y ha cundido el pánico entre unos dirigentes muy cuestionados y, lo que es peor, muy temerosos de su futuro. A pocas horas de darse a conocer aquellos resultados, se iniciaba una desbandada de “barones” en el Partido Popular, quebrando la cohesión que los aglutinaba en torno al poder como una piña, que deja en un muy mal lugar al líder de la formación, al contestado Mariano Rajoy, quien ya no sabe qué decir, abundando en su natural estado de parquedad a la hora de explicarse: un día dice que no habrá cambios en el partido ni el Gobierno, para al siguiente admitir que efectuará los cambios que sean convenientes y, al otro, reconocer que no anunciará ningún cambio hasta que los haya efectuado, en un alarde de despiste. A lo sumo reconoce, en su círculo de confianza, que el desplome del PP en las últimas elecciones se debe al “martilleo constante de las televisiones” con los casos de corrupción que le afectan. La culpa, una vez más, es del mensajero. De autocrítica, enmiendas y rectificaciones, no dice ni pío.
Se ha llegado al extremo de que las apariencias no se guardan, a la hora de acusarse unos a otros de la hecatombe, y los intentos desesperados por conservar el poder, allí donde han conseguido ser minoría mayoritaria, ofrecen un espectáculo que abochorna a propios y extraños. La actitud, por ejemplo, de Esperanza Aguirre, proponiendo gobiernos de concentración y tratando de meter miedo con la venida del “comunismo” y los “soviets” con tal de no ser desalojada de la Alcaldíade Madrid, causaría risa si no fuera porque despierta fantasmas en una sociedad que aún tiene cicatrices abiertas por una guerra fraticida promovida con idénticos argumentos: ¡que vienen los rojos! Lejos de preguntarse la razón por la que los demás partidos no la apoyan, la señora condesa, candidata madrileña, prefiere ofrecer el espectáculo de su ridículo y el de su incapacidad para asumir la realidad. Se convierte, así, en la muestra esperpéntica de su partido, que busca apoyos con desesperación, olvidando el mensaje de las urnas: ya está bien de tantos abusos y saqueos.
La gente ha votado hastiada de “reformas”, “ajustes” y recortes que la han empobrecido y castigado sin miramientos. Los ciudadanos se han hartado de pagar los platos rotos de una crisis de la que no son culpables, sino víctimas, pero que les obliga sacrificar empleos, salarios y condiciones laborales hasta instalarlos en la precariedad más absoluta e injusta; les obliga sacrificar prestaciones sociales, renunciar a subvenciones públicas, abandonar en las familias a los dependientes sin ayudas para atenderlos como merecen, negar asistencia sanitaria a los inmigrantes, atiborrar de alumnos las aulas y reducir el número de profesores y médicos. La población se ha rebelado contra unas políticas que encarecían las medicinas, reducían las becas, congelaban pensiones, hacían pagar tasas donde antes se ofrecían servicios públicos y las condenaba a perder toda esperanza de progreso y bienestar. Todo el andamiaje del Estado de Bienestar del que dependían amplias capas de la población, a través del cual se redistribuía la riqueza nacional y se encauzaba la solidaridad social –gracias a una política fiscal progresiva-, se ha visto reducido a su mínima expresión con tal de satisfacer las demandas de los poderosos y los intereses del mercado.
Pero, aún más grave que toda esta injusticia social que ha empobrecido a la población, es el comportamiento de un Partido Popular que se niega hacer autocrítica de los escándalos de corrupción que alberga en su seno. No asume las consecuencias de su templanza con los corruptos que han proliferado en sus siglas ni de la actitud con la que ha pretendido minimizar los casos que han protagonizado personalidades pertenecientes, hasta el mismo instante de entrar en la cárcel, a su organización. Una corrupción que sigue aflorando en un partido y un Gobierno que deberían avergonzarse de cómo la policía arresta y pone las esposas al delegado del Gobierno en la Comunidad valenciana, Serafín Castellano; al exvicepresidente del Gobierno de la época de Aznar, Rodrigo Rato; a la mano derecha de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid, Francisco Granados; y al tesorero gerente del partido, Luis Bárcenas, entre otros delincuentes.
Pocos votos, en realidad, ha perdido el Partido Popular en relación a la gravedad de los problemas en que se halla envuelto. Pocos votos que, en cualquier caso (cerca del 50 % del electorado que había atraído en 2011), evidencian una tendencia que pone nerviosos a sus dirigentes, que ya temen un castigo mucho más severo en próximos comicios e inician la desbandada en busca de un lugar al sol, si no en lo público, sí al menos en el sector privado, ese al que privilegian cuando gobiernan para salvaguardar intereses compartidos y al que retornan sin rubor a través de unas puertas giratorias perfectamente engrasadas.
Todo ello complica sobremanera la posibilidad de pactos en un partido que no ha sabido tomar las decisiones cuando debía, que no ha querido atajar la corrupción que germinaba en su interior y que la ha extendido a las instituciones donde gobierna, dando lugar a los “gürtel”, “púnica” y demás tramas delictivas que saqueaban el dinero de los contribuyentes para engordar cuentas privadas en Suiza. Que las demás fuerzas políticas impongan condiciones que, ahora, resultan casi de imposible cumplimiento, no debe sorprender a quien se mantenga “limpio” y honrado en el Partido Popular. La falta de una auténtica regeneración, la democratización de su funcionamiento orgánico (primarias, no dedazos) y un combate serio y eficaz contra cualquier irregularidad cometida por un miembro del partido o persona designada a cargo público, son algunas de las premisas que exigen quienes podrían posibilitar algún apoyo a la hora de establecer una primera ronda de diálogo. Tales premisas también se las exigen a otras formaciones con idénticos problemas para gobernar en minoría y con el mal de la corrupción anidando en su estructura. Pero el partido que se ve más afectado por ellas, a causa de la debacle que ha sufrido y la cantidad de poder que está en juego, es el Partido Popular. En su ceguera, tiene tendencia a sentirse acorralado por la coincidencia de los demás en tratar de dejar que entre aire limpio que ventile las instituciones.
La desbandada en el Partido Popular, parecida a las que se producen ante una catástrofe anunciada (Fabra, Bauzá, Rudi, etc.), y las acusaciones de barones regionales contra miembros del Gobierno (Gobierno de Aragón contra el ministro de Industria, etc.) ponen de manifiesto las grietas que ha provocado el batacazo electoral. Unas grietas que han de ser reparadas, admitiendo errores, rectificando actitudes y corrigiendo el rumbo, si no se quiere correr el riesgo de que el voto conservador se refugie en otras opciones más atractivas, aunque con menos experiencia de gobierno. ¡Difícil papeleta, en cualquier caso, la que tiene el Partido Popular, acostumbrado a mandar y no a hacer penitencia!