Utilizamos el adjetivo kafkiano con demasiada ligereza. No todo lo raro, surrealista u onírico es susceptible de ser catalogado como tal, y sin embargo lo hacemos una y otra vez. No hay más que leer textos como Descenso al oasis para que nos demos cuenta de nuestro error. Porque el relato de Damián Cordones duerme en El Castillo y despierta en El Proceso, moviéndose todo el tiempo en un duermevela que tantas y tantas obras se afanan en alcanzar sin conseguirlo.
Descenso al oasis es la odisea de Rafael Blanco, ingeniero que viaja al desierto del Sáhara para sustituir a Carmona, un trabajador desaparecido. En el asfixiante clima africano, Blanco se encuentra con complejos procedimientos administrativos en los que se censa a nativos para convertirlos en mano de obra. Todos esos trabajadores quedan al servicio de una empresa dudosa, un proyecto que no ofrece una finalidad clara dentro de un entorno poco propicio.
Como ya anticipara en La hemorragia de Constanza, Damián Cordones instala su obra en unos límites difusos entre la realidad y el espejismo, envolviendo al lector en un ambiente enrarecido e incoherente. El efecto es el de una hipnosis, en la que asistimos a una representación ajena y extraña, pero que al mismo tiempo parece hablarnos directamente a nosotros. Es el mal del desierto inoculado en nuestra sangre.
El autor nos mete en un trance de frases cortas, agobiantes como el calor desértico, que nos zarandean a través de despachos oscuros, edificaciones apenas bosquejadas, agujeros en la arena y sistemas de regadío ghout. Los ojos de Rafael Blanco nos hacen llegar el desconcierto, la extrañeza y el sinsentido de un proyecto secreto: la edificación de un oasis en pleno desierto. Pero algunas líneas de diálogo nos dan la clave de todo: un oasis solo es la posibilidad de un espejismo, y como tal no se puede construir.
En medio del sofocante calor de un desierto que es como el mar de Solaris, el autor nos mete en una trama onírica con todo lo que ello conlleva respecto al absurdo y el sinsentido. El mejor ejemplo de esto radica en unos diálogos inconexos y desconcertantes, que por una parte multiplican la perplejidad del lector y por otra demuestran el increíble talento del autor a la hora de plasmar esa ilógica casi grotesca propia de pesadillas y malos sueños. Desde el descabellado proyecto de construcción que vemos en la novela —proyecto de espíritu fitzcarraldiano por lo desmesurado e imposible—, hasta el irracional comportamiento de un protagonista febril —con algún momento muy impactante por lo visceral—, todo en Descenso al oasis parece confabularse para despertar nuestro subconsciente a diferentes niveles.
No es este, por tanto, un libro de fácil abordamiento. Incluso el narrador, en segunda persona y tiempo pasado, aparece como la ilusión de una primera persona en presente. Tal es la habilidad del autor para difuminar conceptos que creemos establecidos.
Damián Cordones se mueve como pez en el agua —o más bien como gacela en el desierto— en el inquietante vaivén de un terreno poco horadado. Las estructuras derruidas de una ciudad de pesadilla cobran forma en esta novela de intenciones inaprensibles y efectos alucinatorios, demostrando una vez más la infalibilidad de la colección Soyuz de novela corta de Ediciones El Transbordador. Es esta una ocasión perfecta para descubrir a un autor diferente, rompedor y fascinante como pocos. Acepten mi consejo, y arriésguense.