Al lector de nuestro post anterior Descripciones clásicas del Tártaro, podrá sorprenderle el título y el contenido de la entrada de hoy. En efecto, Las Euménides de Esquilo no presenta en absoluto una descripción del Tártaro y ni siquiera encontramos una sola escena en toda la Orestea (trilogía completa de tragedias de la cual Las Euménides es la última) que se desarrolle bajo la superficie del mundo de los vivos. Más chocante podrá parecer incluso el análisis de un autor clásico como Esquilo en un blog dedicado a herejías y temas que van por fuera del establishment literario y filosófico. Sin embargo, son estas razones precisamente las que justifican el tema que proponemos en esta ocasión, a saber: El Tártaro sugerido en la única trilogía conservada completa de Esquilo vale más que cualquiera de las descripciones que podamos encontrar en los textos antiguos. El poder narrativo del castigo inminente que aguarda al héroe Orestes en el Tártaro, constituye el nudo de la obra y es el hilo conductor que da intensidad al relato a lo largo de la lectura. La “herejía” de Esquilo y –casi diría– lo que en última instancia hace de su obra un clásico fue la genial maniobra literaria de sacar el Tártaro mismo de las profundidades para traerlo a nuestro mundo con una habilidad técnica inaudita hasta entonces. Algo así como en el refrán: Si Mahoma no va a la montaña...
Orestes perseguido por las FuriasWilliam Adolphe Bouguereau, 1862
Es proverbial el terror del público griego cuando asistió al estreno de la obra. Nunca habían visto unas criaturas semejantes a las Erinis (llamadas Furias por los romanos) de Las Euménides: “Algo terrible de contar, algo horrible de ver con los propios ojos me ha echado fuera del templo de Loxias (dice la pitia al comienzo), hasta el punto que me faltan las fuerzas y no puedo mantenerme en pie, (…). Iba yo al interior de la gruta que adornan guirnaldas innúmeras, cuando veo sobre el ombligo (piedra de mármol en el templo de Apolo en Delfos que se consideraba el centro del mundo) a un hombre odiado por los dioses. Está sentado como suplicante. Gotean sangre sus manos. Lleva una espada recién sacada de la herida y levanta un ramo de olivo, con reverencia coronado de cintas, con un vellón resplandeciente de blancura, (...).
Delante de este hombre, duerme un extraño grupo de mujeres que ocupan los asientos. No quiero decir mujeres, sino Gorgonas, pero ni a Gorgonas puedo compararlas por sus aspectos, ni siquiera con las Harpías, que, dotadas de alas, ya vi una vez pintadas, arrebatando la comida a Fineo. Pero éstas se ve que carecen de alas, son de color negro y en todo repugnantes: roncan con resoplidos repelentes y de sus ojos segregan humores odiosos. El orden justo exige que no se acerquen a estatuas de dioses ni a moradas de seres humanos. No conozco la raza de esta gente ni qué tierra presume de haberla criado sin sufrir daño alguno ni llorar su esfuerzo después”. En el interior del templo yacen dormidas las furias por un hechizo de sueño que les lanzara Apolo para proteger a Orestes. Dice el dios al héroe: “(…) Ahora mismo, atrapadas, estás viendo a estas furias rendidas por el sueño, las despreciables vírgenes, las viejas niñas antiguas, con quienes no se junta ningún dios ni hombre ni bestia.
A consecuencia del mal nacieron (de las gotas de sangre caídas a tierra de los testículos de Urano, cuando fue mutilado por Crono), por lo que habitan en las horrendas tinieblas del Tártaro, bajo la tierra, como seres odiosos para los hombres y los dioses olímpicos. (…), huye, pero no llegues a acobardarte, pues van a perseguirte por toda la dilatada tierra firme, (…); y lo mismo, más allá del mar y por las ciudades que bañan las olas.” Orestes huye del templo acompañado por Hermes con la promesa de que será ayudado por los Olímpicos en su momento. Es importante reconocer la batalla moral a lo largo de la Orestea entre los dioses antiguos y los nuevos, precedidos por Zeus. Toda la trama gira en torno al reclamo del orden tradicional y sus leyes hacia la nueva justicia impartida por el nuevo régimen. La humanidad, representada por Orestes, se encuentra en medio del conflicto y es el botín que se disputan ambos bandos. Nada parece hasta ahora justificar el matricidio del héroe para vengar la muerte de Agamenón, su padre, a manos Clitemestra, excepto la declaración del mismo Apolo de haber sido el instigador el crimen: “(...), ya que fui yo quien te convenció de que mataras a tu madre.” Y Apolo es el profeta de Zeus…
El castigo en el Tártaro es inminente. La ira de la Sombra de Ciltemestra, al hacer su aparición luego de que Orestes se retira con Hermes del templo, nos permite dimensionar la injusticia cometida por el héroe desde el punto de vista arcaico, a la vez que insinúa (mejor que si lo describiera) los horrores que aguardan al criminal en el Tártaro: “¡Vaya, podéis dormir! (grita a la erinis todavía encantadas) ¿Qué falta hace gente dormida? ¡Hasta ese punto me despreciáis entre los muertos! ¡No cesa entre los difuntos el reproche de los que maté, y voy errante llena de oprobio! Os aseguro que me atribuyen la más grave culpa. Después de haber sufrido tan horribles acciones de parte de los seres más queridos, ninguna deidad se irrita en mi favor, aunque fui degollada por manos matricidas”.
“Mucho habéis ya lamido de mis manos: libaciones sin vino –ofrendas apaciguadoras que no embriagaban- y festines ofrecidos de noche sobre el altar del fuego, a una hora no compartida por ningún dios. Todo eso lo veo ahora pisoteado, mientras él (Orestes) se ha escapado y se aleja como un cervatillo. Con ligereza saltó de entre las redes y se ha mofado magníficamente de vosotras”.
Se lamenta el coro en la primera antístrofa: “¡Eh, tú, hijo de Zeus (por Apolo), eres un ladrón! ¡Has pisoteado –tú, un muchacho– a viejas deidades, al respetar a un suplicante que es un hombre impío y fue cruel con quien lo engendró! ¡Y tú, a pesar de que eres un dios os has robado a un matricida! ¿Quién dirá que algo de esto es justo?”. Y más adelante: “¡Cosas así hacen los dioses demasiado jóvenes! Ejercen en todo el poder en detrimento de la justicia: puede verse un trono manchado, de pies a cabeza, por la sangre de un asesinato. ¡Y el ombligo de la tierra cargado con el espantoso sacrilegio de esa sangre!”
La respuesta de Apolo vale la pena transcribirse: “– ¡Fuera –os lo ordeno– de esta casa! ¡Pronto! ¡En marcha! ¡Apartaos de la gruta profética, no vaya a ser que recibáis una blanca y alada sierpe (una flecha) que salga de la cuerda de oro de mi arco y que, de dolor, arrojéis negra espuma sanguinolenta al vomitar coágulos de sangre que arrancasteis de seres humanos!
No es adecuado que os acerquéis siquiera a esta casa, sino a los lugares donde se ejecutan penas capitales o saltar los ojos, donde hay degüellos, donde estropean la virilidad de los púberes con aniquilación de su semen, donde hay mutilaciones de extremidades, donde musitan su largo lamento los empalados. ¿Sabéis que, por tener vuestro amor en fiestas así, sois despreciadas por los dioses?
Todo el aspecto de vuestra figura lo delata. Justo es que seres así habiten la cueva de algún león que se atraca de sangre, en lugar de contaminar a los que se acercan a los oráculos”.
La escena se traslada a la colina del Areópago, en Atenas. Se ve a Orestes en un templo abrazado a una estatua de Atenea (tal como le indicara que debía hacer Loxias), lo acompaña Hermes. Entran las furias y rodean al héroe.
Nos acercamos al final de nuestro post. Transcribimos parte del himno de las Erinis, que entonan danzando en torno a Orestes mientras se acorta la distancia que las separa de su presa: “Ea, estrechemos el coro, puesto que ya hemos decidido manifestar nuestra musa terrible y contar cómo nuestro grupo distribuye el destino que corresponde a cada ser humano.
Creemos que con rectitud administramos justicia. Contra el que nos presenta las manos limpias, nunca nuestra cólera se precipita, y pasa sin daño toda su vida. Pero, cuando alguno, como este varón, tras haber cometido un delito, oculta sus manos manchadas de sangre, como firmes testigos de los que a sus manos murieron, aparecemos ante su vista y nos ponemos a su lado para hacerle pagar hasta el fin la sangre vertida.
¡Oh Noche, madre mía, madre que me engendraste para que fuera castigo de los que ya no ven la luz y de los que la ven (muertos y vivos), escúchame!: ¡el hijo de Leto (Apolo) me roba mis prerrogativas, al intentar quitarme esta liebre, víctima válida para expiar el asesinato de su propia madre!
Y, sobre el que ha sido sacrificado, se eleva esta canción enloquecedora que arrastra a un extravío destructor del juicio, el himno de las Erinis que encadena al alma, himno al que no acompaña la lira, canto que deja marchitos a los mortales.”
“¿Qué mortal hay que no venere y tema esto, al oírme la ley que el destino fijó y dieron los dioses como algo inexorable que se cumple? Antigua es mi prerrogativa, y no estoy yo falta de honores, aunque tenga mi puesto bajo tierra y en las tinieblas que no alumbra el sol.”
Y en la antistrofa cuarta: “Veces hay en que está bien que exista miedo, y debe morar de continuo, vigilante, en el alma. Es conveniente tener prudencia, cuando se es víctima de la angustia. ¿Quién que en la luz de su corazón no alimente un continuo temor –sea ciudad o un simple mortal, para el caso es igual– podría ya venerar a Justicia?”
Dejamos la respuesta al lector (previa relectura de la Orestea completa) y vamos dejando el tema. En este punto, a nosotros –lectores modernos– la obra se nos escapa como arena entre los dedos: la narración pierde fuerza, los argumentos esgrimidos para la absolución de Orestes nos resultan pobres y la postura de Atenea nos parece casi infantil. ¿Por qué? Sin duda, por la transfiguración del Tártaro en el Areópago. El valor simbólico que ejercía en la obra la inexorable justicia divina se ve trastocado en el mero capricho del poder secular. Las aborrecibles Erinis son en adelante, víctimas de la artimaña de la diosa Atenea, las Euménides: agradables a los humanos y dignas de culto y todo... Es el momento catártico. La hora de liberar al espectador de la tensión vivida y el momento de devolverle la confianza en su sociedad (la ateniense, entonces). Una sociedad justa que no admite la venganza como forma de resolución para los conflictos.
Esquilo no pudo escribir otro final. Menos a un público como el suyo y en un evento que, como toda representación trágica, había sido subsidiado por el Estado. Pero logró añadir un valor extra a su tragedia, la capacidad de provocar reflexión hasta hoy.
Fuente:Esquilo, Tragedias, Madrid, Gredos, 1982.