“Se ejecuta el ritual de la ventana. El aire ubica su procedencia celeste o su temblor de la montaña. Vale marcar la peripecia de un trazo allá lejos. Alterna con las defensas del río. Evidente gimnasia de los ojos, a ella nos debemos. Incisivo mirar lo ya mirado. Fachada va en fachada, vidrio desentendido, confusión entre sombra y rayo inesperado. Una ciudad puede someterse a buril. Aquí está entonces nuestro disfraz de joyeros: pesca milagrosa de los rubíes, acento muy fugaz de la esmeralda, pañuelo que descubre la amatista. Así es. Entre violetas y amarillos anda el juego. Los naipes urbanos se despliegan. Viene la falacia de las apuestas. El equívoco que indispone las manos temblorosas. La duda abierta como un gran pájaro sin rama. Las palabras que vacilan como la primera tarde en la escuela. Hay reglas ciudadanas”.Y apenas así, en el primer encuentro, sabía yo que comenzaba con Adriano González León una larga amistad, ese lugar misterioso en el que lector y escritor firman un pacto que durará para siempre. Vía correo electrónico, José, el celestino entre Adriano y yo, me dijo que aún se conseguía en librerías la edición de El Nacional de sus cuentos completos. Retomé la búsqueda desde Chacaíto hasta Altamira. Fue en vano. En una de las tantas librerías me dijeron que El Nacional había mandado a recoger sus viejas ediciones, entre esas los cuentos completos de Adriano. Así que pensé en una librería a la que le tengo mucho cariño que queda en Vizcaya, atendida por sus propios dueños, grandes lectores por cierto, donde siempre consigo alguna rara e inesperada edición. Crucé la ciudad. Y sí, ahí estaba. El precio estaba un poco alto para mi desgastado presupuesto de final de quincena, así que apelé por el último cartucho de mi tarjeta de crédito. Misión cumplida.
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