Siempre había pensado que me daba miedo la bandera española. Desde que uno era pequeño, los símbolos nacionales del Estado español, no sé por qué, me ponían el vello de punta y me asustaban. Quizás fue cuando comprendí que mi tío, el que ejercía de militar, en lugar de ser un hombre que trabajaba con aviones de película, estaba dispuesto a matar por un trozo de tela. El sábado pasado, en mitad del Paseo de Gràcia de Barcelona pude comprender que no era la bandera española sino cualquier bandera la que me daba miedo. La reafirmación de una identidad social –la nación, cualquiera que sea-, con su simbología, que no opera ni ha operado en mi interior me excluye, y me genera un sentimiento de rechazo y, a la vez, de soledad.
Sea como fuere, el sábado me presenté en la manifestación dispuesto a poder ver lo que estaba sucediendo. Más allá de los primeros instantes, en mitad del tumulto de personas, comprendiendo esto que he dicho sobre las banderas, el ambiente relajado –aunque con algún momento de tensión por el enfado social- me terminó por hacerme sentir, simplemente, como aquel acompañante a un concierto que no se sabe ni conoce las canciones.
Y los debates, afortunadamente los debates, las charlas y las conversaciones con gente de todos los estilos y colores, capaces de dialogar en más o menos medida, y que te ayudan a saber expresar esta sensación de que las cosas, política y socialmente, se están haciendo mal.
El Estatut de Cataluña de 2006 no es más que una herramienta política de un gobierno sin ideas, el tripartito, capaz de pensar su seguridad en el poder a través del enfrentamiento con el que, entonces, era el gobierno anti-nacionalista y recalcitrante de José María Aznar. En un clima de conflicto abierto entre dicho gobierno y cualesquiera fuerzas nacionalistas –PNV, EA, CiU, ERC, BNG…-, se propuso una norma que no encajaba con el Estado de Derecho que surgió de 1978. Pero el gobierno central cambió de manos, en parte gracias a los votos y escaños de Cataluña, y eso cambió las cosas.
El tripartito no pudo desdecirse del Estatut, el gobierno central no pudo decir que no y dio un sí con condiciones a través del acuerdo Zapatero-Artur Mas en lo que consistió una venta al mejor postor del gobierno de la Generalitat. Pero el PP y su postura electoralista también salió a relucir, y lo que aprobaba en Andalucía, lo recurría en Cataluña hasta el punto de movilizar a sus jueces del Tribunal Constitucional y a su Defensor del Pueblo –Enrique Múgica fue nombrado por el gobierno Aznar en el año 2000.
Hoy –por el viernes- el Tribunal Constitucional da a conocer lo que ya todos sabían –y sabíamos-, que el Estatut no encaja como tal en la Constitución de 1978 y que por tanto el texto ha de ser cambiado en ciertos puntos tan sensibles como el concepto de nación. El enfado de la ciudadanía es notable y completamente justificable pues un Tribunal obsoleto les ha recortado un texto que ha sido votado en referéndum. Y las fuerzas políticas catalanas, en lugar de aprovechar este impulso y estas ganas de cambio para construir, con otras fuerzas del Estado, el cambio del modelo constitucional que impide todo aquello que reclama la ciudadanía –derecho a decidir, a llamarse nación, a estar a gusto dentro del Estado o, directamente, a independizarse-, se enroca en su postura de no-propuesta y dice sí a un enfrentamiento que sabe desde el inicio que está perdido.
Si el Estatut que se votó en referéndum fue un acto de irresponsabilidad política que nunca se habría de haber dado a votar a la ciudadanía por abrir caminos que se sabían cerrados, ahora se reclama dar voz las exigencias de éstos en un camino que las mismas fuerzas catalanas contribuyeron a cerrar con hormigón armado durante el 78 y que –ya lo saben- nunca podrán abrir solas. Todo por mantener una postura política capaz de movilizar al electorado, mantenerse en el poder y seguir salvando los muebles y la cara en una continúa huída hacia delante.
Mientras seguiremos produciendo generaciones desengañadas con la política que, como aquellas del 78, verán frustrados los cambios que ansían y terminarán por abandonar el barco. Perderemos aún más calidad democrática y lograremos cansar a quienes han venido con sentido crítico, logrando enfrentar aún más a las diferentes regiones de España e impidiendo así que el melón de la Constitución, verdadera llave del cambio, se abra. Quienes en sus sillas llevan viendo cómo esto se desmorona, pensarán cuál es la mejor manera de sacar beneficio económico de todo esto, se llame nación, autonomía, región o una y libre.