
Escrito por Ysabella Semiramis
Cada vez que entro a Casa Poco Floro siento una especie de asfixia y no tiene que ver con el lugar; sino conmigo: nunca me he sentido cómoda del todo en espacios reducidos, rodeada de personas que no conozco, escuchando música que nunca he escuchado antes. Entonces mi forma de escapar de ese estrangulamiento mental es mirar: al frente, arriba, abajo. Mirar adentro del espíritu creativo, eufórico y rebelde de esa casona de tradición limeña.
Aún era temprano y la gente observaba curiosa cómo se iba formando el poltergeist frente al altar. Entonces empezó la transformación: dos hombres carismáticos y de corte timbalero cogieron los micrófonos para romper el hielo. Las luces del escenario rebotaban en sus cadenas relucientes y lentes de sol plateados. Ambos, Kovako & Di-GO, con la camisa abierta a medio pecho y zapatillas brillantes, inauguraron la noche con su espectáculo de trap enérgico por momentos, como el romance de colegio: confeso y enamoradizo.

RURI - Foto de Joseph Ladron de Guevara Coca
Durante cada interludio, me imaginaba cómo iba a sonar el siguiente artista. ¿Cuán melancólica se iba a poner la noche? No lo sé, pero la promesa aún se mantenía en pie: ahora era el turno de RURI, banda de cuatro integrantes relativamente serios y de pintas grises. El bajo dio el primer golpe, marcando el ritmo. Entonces algo maravilloso invadió el ambiente, la voz de la cantante, Yamile, era una explosión de gritos tribales, que expulsados se fundían a ritmo natural con la guitarra y demás instrumentos. Me contó que le gustaba sentirse así cada vez que salía al escenario: como en una guerra. Su voz distorsionada era como un eterno y melódico desgarro salido de una grabación de rock subterráneo de los 90s. La observaba de cerca, pero con la distancia necesaria. Un humo gris y delgado salía de las bocas fantasmales y formaba una cortina de tul entre la cual era más fácil mirarla de cerca, sin que mi energía sea arrebatada. Yamile se balanceaba en sus dos rodillas, conteniendo su euforia en las piernas, dirigiéndola posteriormente hacia su pecho, brotando como espuma rabiosa de sus labios. Con un megáfono en la mano, les dedicó una canción a sus ex alumnos de secundaria: ‘Fucking teenagers’ y tal vez eso es lo que compartimos los que vamos a conciertos y los que dan uno: la confianza inocentemente rebelde, pasional y compartida de escuchar y ser escuchado.
La siguiente banda es una afirmación: Cualquier color combina con negro. Me quedé pensando durante largo rato en algún color que no combine con negro. Y no se me ocurrió ninguno. El que no tenga respuesta me generaba más ganas de encontrar alguna, y entre rumiaciones pensé que todos los colores, uno sobre otro, pincelados y mezclados, dan negro. Pero se acabó el interludio. Los dos vocales, casi opuestos en esencia, generaban un ambiente empastado de secretos y confesiones, de susurro y grito. Quizás algo así se percibe la nostalgia, como un chorro de agua tibia, una invocación al mito - ese camino que no lleva a ningún lugar, pero viene de todos lados – a través de rasgueos de guitarras constantes y punteos agridulces. Cualquier color combina con negro se va dejando un rastro de ondas sísmicas. Detrás del escenario, solo quedan las luces - el verde y el rosa, como siempre, estáticos - alumbrando la pared lateral de la casona y encima de ellas, un mural de calavera.

Cualquier color combina con negro - Foto de Joseph Ladron de Guevara Coca
La chela brinca en los vasos de la gente ansiosa y es porque ya viene Fútbol en la escuela. Se instalan los músicos y los teléfonos empiezan a alzarse, aparecen cámaras y aumentan los flashes. Ellos, junto a Espacio Sonido, fueron los que conjuraron el portal que esa noche nos llevaría a otro plano: produjeron esa fiesta para fantasmas. Saludan al público con un punteo lluvioso de guitarra dulce y la compañía de una voz que, con una caricia, sensibiliza la nuca: así empieza ‘Descartables’ (2015). Quizás alguna vez sonó así una playa de noche, como ‘Música para fantasmas’ (2015), perdida entre silbidos de concha de mar y sensible psicodelia o un auto en la carretera ‘A toda velocidad’ (2025). Orgánicamente, la cantidad de personas frente al altar se estaba haciendo más densa, o sea: más poderosa, casi que la primera fila no se distinguía del escenario. Cuando me di cuenta, tenía los ojos entrecerrados, mis pies marcaban el ritmo de la música. El olor ácido de la cerveza y el alquitrán del cigarro habían inducido amablemente a mi cuerpo, sin querer ya era parte del ritual: me había convertido en un fantasma en el Centro de Lima.
Para el último interludio, se había generado un remolino de cables en el piso del escenario, sobre el que están sentados Dafne Castañeda y LofLess, nombre artístico de Ricardo Barreto. Ambos, sumergidos en sus portátiles y rodeados de sintetizadores, empiezan a mezclar. Las miradas de todos están fijas en la rapidez de sus manos atentas a un nuevo movimiento sonoro. Algunas personas empezaron a hablarles o a mover sus cuerpos delante de ellos; pero nada parecía extraerlos del extraño mundo en el que estaban sumergidos, del que viene la música del futuro. La voz de Dafne resuena como un crótalo tibetano sobre las piezas de techno y electrónica que rescatan ambos viajeros, parece que dentro de ellos corre un mismo flujo de electricidad, un mismo instinto primitivo de creación sincrónica. Mientras los sonidos burbujeantes de los parlantes despiden la ceremonia, gente termina con la mirada en el cielo, más allá de este mundo o buscando escapar de él ¿Y ahora a quién invocamos? Otra vez, el altar se había quedado vacío, ojalá pronto Espacio Sonido vuelva a invocar en él.