Durante meses disfrutamos de las aguas del Mediterráneo. Fue una época feliz, como unas vacaciones de verano perfectas. Todo era amor y armonía entre nosotras. Ajenas a todo, nos zambullíamos en el tranquilo Mar Menor y gozábamos día y noche. Aquello era el paraíso y por nada del mundo lo hubiéramos cambiado. Pero llegó el momento del adiós y en contra de nuestra voluntad abandonamos el lugar. Ignorantes de nuestro destino, confiábamos en otra estancia segura, abiertas a nuevas sensaciones. El traslado, aunque corto, fue gélido e incómodo. Precavida, opté por no abrir la boca. Poco a poco, la situación se hizo angustiosa, nos asfixiábamos. Fue el hombre del gorro alto y delantal quien, al cabo, despejó mis dudas. Después de lavarnos, nos colocó sobre una cama blanca y nos cubrió al completo con otra manta del mismo color, hecha de cristales pequeñitos. Luego nos introdujo en un sitio oscuro, donde el calor era sofocante. No presagiaba nada bueno. Entonces le oí decir: “Las doradas a la sal ya están en el horno”. Intuí que sería mi último verano.
#AmoresDeVerano