Joseph Ponthus trabajó en una línea de producción. Al no encontrar trabajo en su profesión, la de educador social, en su nueva localidad de residencia a la que se traslada a vivir con la mujer que ama, su esposa, comienza a trabajar en lo que le sale. Lo hace primero en una fábrica de conservas de pescado y congelados. Después, lo hará en un matadero. Desde allí, desde ese lugar que ocupa en la cadena de producción, desde su línea, escribe estas líneas. Porque eso es lo que hace el autor francés: escribir en líneas. Lo suyo no son versos ni poesía. Lo suyo es una prosa sin signos de puntuación en la que tal pareciera que ha pulsado la tecla Enter cuando correspondería tal vez uno de ellos o quizás una pausa en la lectura o puede que ni siquiera eso. Como metáfora, escribir de la línea en líneas desde la línea puede resultar ocurrente, pero, lo ocurrente, no siempre basta para justificarse a sí mismo.
Me gustan los escritores que arriesgan, que juegan con el lenguaje, que rompen con las formas establecidas, pero creo también que, ante toda literatura experimental, hay que preguntarse si el experimento en sí aporta algo. Lo original no siempre suma. Lo diferente ha de servir para algo más que para llamar la atención. Paso a explicarme con algunos ejemplos.
Un tímido ejemplo de coqueteo de ruptura con la prosa convencional me lo encontré en Del color de la leche. Nell Leyshon comienza todas las frases de esa novela en minúscula como guiño a su Mary que no sabía leer ni escribir. Eso sí, para no saber leer ni escribir, salvo el detalle de las minúsculas, la ortografía y gramática de la Mary que nos cuenta la historia de cómo aprendió a leer y escribir es admirablemente buena. En mi opinión, el recurso de la escritora británica no le suma nada a la historia, pero, afortunadamente, pues la novela es una maravilla (no dejéis de tenerla en cuenta si no la habéis leído), tampoco le resta.
Otro ejemplo, pero, en este caso, de apuesta ya clara por la ruptura con la prosa convencional, es la de Eimear McBride en su Una chica es una cosa a medio hacer. La prosa de la irlandesa es de una desestructuración total. Confunde al principio. Dificulta la inmersión inicial en la lectura. Habrá quien se quede definitivamente fuera y no consiga entrar. El estilo de McBride, sin embargo, juega a favor de obra. Se alía con su protagonista y su historia. Dentro de su anarquía, es una prosa de calidad, como también la es la que, al fin y al cabo, no deja de ser prosa convencional de Nell Leyshon.
¿Qué me ha pasado con Joseph Ponthus y su escritura en líneas? Pues la verdad es que, por más vueltas que le doy, sigo sin tenerlo claro. Supongo que es por eso por lo que estoy mareando tanto la perdiz.
Para empezar, su estilo, para mi gusto, es demasiado coloquial. No sé, me falta más elaboración, más curro. Él mismo cuenta que para cada texto ha "escrito y robado dos horas a mi cotidianidad y a mi pareja / Horas a la fábrica / Textos y horas / Como tantos besos robados / Como tanta felicidad". Por cada texto quiero entender que se refiere a cada capítulo de cada una de las dos partes que componen su libro. Son sesenta y seis en total. Y son muy breves. Vamos, que no es que dos horas para cada uno de ellos me parezcan pocas, pero, si es necesario echar dos horas para escribir y otras dos para volver sobre lo escrito, pues se echan.
Para continuar, y creo que ahí está el meollo de todas mis dudas, hete aquí que Joseph Ponthus es muy francés. Bueno, en realidad no sé si es muy o muy poco francés. Lo que sí sé es que es francés, algo de lo que, por supuesto, él no tiene la culpa. Pero tampoco es culpa mía el hecho de que yo no sea francesa.
Desde la línea está, y cito aquí a Regina López Muñoz y su nota de traducción al final del libro, "plagado de referencias históricas, geográficas, musicales, literarias, artísticas y humorísticas", algo de lo que en algunos casos me había dado cuenta y en otros muchos por lo menos había llegado a intuirlo. Y, claro, las referencias vitales de Joseph Ponthus y las mías, como francés y española que somos, son diferentes, algo que, por otra parte, me pasa con la mayoría de escritores y escritoras que acostumbro a leer pero sin que ello suponga un hándicap.
Me ha faltado cultura para leer este libro. Me ha faltado cultura francesa y, en opinión de la traductora y de la editorial, cultura general. Y, oye, que yo no digo que mi nivel cultural sea de cum laude, pero me da que con mi culturilla general me hubiera apañado si hubiera sido francesa y hubiera leído este libro en su idioma original. Y quiero que conste que en todo momento se entiende perfectamente de lo que está hablando y lo que está contando Joseph Ponthus, pero me ha faltado la sal y la pimienta de pillar muchas de sus referencias y alusiones y muchos de sus dobles sentidos. Esto es como cuando te cuentan un chiste: o te ríes espontáneamente al escucharlo o malo; si te lo tienen que explicar, peor; si ni siquiera te lo explican, igual ni te enteras de que te han contado un chiste.
La traductora ofrece al lector algunas notas al texto, cierto es. Sobre el criterio de decisión respecto a qué notas aportar nos explica lo siguiente: "Al hilo de ciertos "juegos" de difícil traducción surgió la cuestión de las notas explicativas, un aspecto que también se vio condicionado por las contraintes formales. Por un lado, y tras consultarlo con la editorial, decidimos reducirlas al mínimo, pues no estamos ante una obra erudita ni una edición crítica. Así pues, establecimos el criterio de incluir notas solo cuando algo requería una pequeña explicación (caso de expresiones o guiños de eminente carga cultural), y cuando se alude a la letra de alguna canción. Por otra parte, en más de una entrevista el autor ha declarado que su decisión de prescindir de los signos de puntuación obedece al hecho de que dichos signos simbolizan unas pausas, unos respiros, que en la fábrica no existen. Sabiendo esto, consideramos conveniente trasladar todas las notas a un apéndice al final del libro, pues consignarlas a pie de página habría quebrado el ritmo de la narración".
De sobra sé que hay textos o guiños particulares dentro de un texto de dificultad añadida e incluso de imposible traducción. No es mi propósito minusvalorar la labor como traductora de Regina López Muñoz, pero sí pienso que el traductor es una especie de co-autor y que ha de ser puente silencioso entre autor y lector. Si no se puede ser silencioso lo que no se ha de dejar de ser nunca es puente. Así, pues, rompe tu silencio en estos casos, traductor o traductora, y déjame una nota. Este, para mí, ha de ser el criterio a seguir.
Las notas que me deja López Muñoz en su mayoría son fragmentos de canciones. Las traduce en el libro y en la nota nos deja la letra original. (Me tengo encontrado con libros que contienen frases en otros idiomas sin traducir y sin que el traductor deje nota con la traducción. En fin, qué le voy a hacer si además de poco culta no soy políglota pero lo que sí soy es curiosa). Respecto a los juegos de palabras, tan solo me he encontrado con una nota que explica uno de ellos. Comienza diciendo: "no nos resistimos a "explicar"", lo cual ya me escama y me hace preguntarme en cuántas ocasiones se han resistido.
A ver, que no estoy pidiendo una edición crítica ni mucho menos, pero lo de cuidar al lector con detalles como por ejemplo el de las notas es algo que vengo tiempo echando de menos en muchos libros. Así, pues, señores editores y señoras editoras, no teman ustedes lastrarnos la lectura con las notas (y ya no entro en el debate de si es mejor situarlas a pie de página o al término de la obra). Sepan ustedes que las notas al texto son como las lentejas: el que las quiere las lee y el que no las deja.
Yo es que soy muy de lentejas, qué le voy a hacer. Y también de perder el hilo o de coger cualquier hilo e irme con él por los cerros de Úbeda, que diría mi querida Carmen Martín Gaite. Y es que yo, en realidad, no venía aquí a hablar de mi pataleta respecto a las notas. Yo venía aquí a hablar no de mi libro pero sí del de Joseph Ponthus (confío en vuestra culturilla no ya general sino popular y no añado nota ni a esto ni a lo de las lentejas).
Lo primero que tengo que decir del libro de Ponthus es que tiene un ritmo muy ágil. Es lo que tiene el lenguaje coloquial y el no ocupar todo el ancho de las páginas.
Lo segundo que tengo que decir es que se trata de un libro sin pretensiones. Ni es poesía en prosa ni prosa en verso, ni creo que vaya a convertirse en un referente de la literatura obrera, ni probablemente haya sido intención del autor ir más allá de hablar de su experiencia y de sus reflexiones al hilo de las mismas, eso sí, con su particular estilo. Cualquier grandilocuencia que leáis sobre este libro la añade quien sobre él comenta.
Lo tercero que tengo que decir es que no necesito que me lo expliquen todo con notas, que he pillado el hilo de las reflexiones de Ponthus, que le he leído en muchas ocasiones con la misma ligereza que él imprime a su narración por líneas, que me ha conmovido en momentos puntuales y que algunos apuntes que parecen comenzar casi como una tontuna terminan luego por brillar.
Y una vez sentadas estas premisas, bienvenidos ya ¡por fin! a la línea y a la fábrica de Joseph Ponthus.
"Muy pocos lugares conozco que me causen tal impresión
Absoluta existencial radical
No sabes si te incorporas al mundo real o si lo abandonas
Aunque sepamos que no hay mundo real
Apolo escogió Delfos como centro del mundo y no es casualidad
Atenas escogió el ágora como nacimiento de una idea del mundo y es una necesidad
La prisión escogió la prisión que Foucault escogió
La luz la lluvia y el viento escogieron las islas
Marx y los proletarios escogieron la fábrica
A los que solo se entra por elección
Uno no sale de un santuario indemne
Uno nunca sale del todo del talego
Uno no sale de una isla sin un suspiro
Uno no sale de la fábrica sin mirar el cielo
Que ya apenas usamos salvo en sentido figurado
Ponthus busca una salida a su situación de desempleado y de tener que pagar facturas y la salida que encuentra es un callejón sin salida. Entra en un mundo en el que lo que cuenta de ti es tu fuerza de trabajo, tu perenne disponibilidad ante el miedo a que no te vuelvan a llamar, tu perenne disponibilidad ante una repentina llamada de la ETT que te contrata para cambiarte el horario sin que tengas tiempo a adaptar tu vida a ese cambio. La cadena de trabajo es una cadena de contratos, y, entre tanta concatenación, inevitablemente se termina por entrar en la cadena, en la inercia de las condiciones de la temporalidad y la precariedad laboral y en la inercia de la fábrica. El mundo cerrado de la fábrica que es también un mundo paralelo a lo que hay fuera es fuente de frustración, pero también a veces de alegría y liberación. "Qué parte de máquina asimilamos inconscientemente en la fábrica", escribe el amigo Joseph Ponthus.
Me ha gustado más la segunda parte del libro que la primera. Esa segunda parte trascurre en el matadero y no cabe duda de que eso, literariamente, da más juego. Proletariamente hablando, Ponthus es destinado con su nuevo empleo a la primera línea de batalla.
"Y todas esas bestias que no cesan de desfilar
Su grasa y su sangre a las que ya me he acostumbrado
"Con la placidez sencilla del asesino que silba o canta mientras degüella""
Hay momentos, como digo, que llegan a conmover, como esa manera que tienen los compañeros de mostrarse afecto que es repartir caramelos en los acontecimientos importantes, a veces incluso deslizándolos en bolsillo ajeno de forma anónima; o como cuando la madre del autor le envía 50 euros, lo que él le cuenta que cobra por trabajar un sábado, con una nota que le indica que es para que disfrute de su esposa y de su fin de semana.
Hay reflexiones que me gusta cómo están hilvanadas. Recuerda el autor, por ejemplo, "los dedos amputados de Raymond Kopa a quien di la mano hace muchos años", ese futbolista que "cincuenta años después de sus hazañas [...] todavía vendía sueños, para continuar contando, como si nada, que "En el matadero donde trabajo / Estrecho / Manos cercenadas / En el vestuario / Veo / Patas de palo / Que unos tipos se enfundan" y rematar con ironía dejando caer que pregunta "al jefe cuánto durará esta misión / Me responde / "Mientras te portes bien" / A pesar de los dedos amputados / Las patas de palo / El pie que he estado a pique de perder / El matadero vende sueños" y promete en el aire cierta continuidad. Rememora su última visita a La granja Hurtebise, lugar emblemático en Chemin des Dames en donde tuvo lugar la batalla de Craone durante la Primera Guerra Mundial, y escribe: "Qué relación con el matadero salvo la sangre de la Gran Carnicería / Quizá simplemente la letra de La chanson de craonne que tan a menudo tarareo mientras curro / "Los que tienen guita / Esos volverán / Porque por ellos la palmamos"". Cuenta que saca a su cachorro a las cuatro de la mañana cuando regresa de currar. Le dice: "Estás vivo Pok Pok mío / Y yo rendido de cansancio / Pero tan feliz de verte vivo y feliz / Qué diferencia con los animales muertos que faeno todo el santo día" y piensa en lo que opinaría de él el pequeño Pok Pok, que siempre se alegra tanto de su llegada y no para de olfatear el olor que trae en sus manos, si supiera a qué se dedica cuando no está en casa. Confiesa también que "Puede que sea una atrocidad reconocerlo pero / Si los jefes me pidieran que sacrificara a las bestias / Yo lo haría / En algo hay que trabajar / Oigo a veces en el descanso a los que curran en el punto de sacrificio / Les doy la mano / Pegamos la hebra / No parecen ni mejores ni peores que yo / Tienen también la mirada remota y cansada / No la de unos bárbaros sanguinarios / Quizá / Seguramente / Algunos también tendrán un perro que querrán con locura / No lo sé". Pienso yo si los que tienen guita, aquellos por los que la palmamos en sentido figurado, no parecerán también ni mejores ni peores que nosotros, si tendrán también un perro al que querrán con locura.
Joseph Ponthus come en alguna ocasión en el comedor del matadero. Degusta allí carne de primerísima calidad por un módico precio que le descuentan después de la nómina. Le sirven allí la misma carne que antes de llegar al plato protagoniza unas imágenes que se cuelan en los sueños del autor. Trabajos y profesiones los hay variados en esta sociedad que creamos y continuamos entre todos. Los hay mejor y peor valorados, más y menos románticos, más y menos prestigiosos, mejor y peor pagados,... pero todos son necesarios para continuar esa sociedad que hemos creado y a la que tanto nos cuesta renunciar. Y ahí estamos todos, cada uno en nuestra línea, cada uno en nuestro puesto de esa cadena imparable que es la sociedad; ni mejores ni peores unos que otros.
"Sigue sin haber trabajo más allá de la fábrica" y ahí sigue Joseph Ponthus en su fábrica. Sigue sin haber trabajo más allá de mi 'fábrica' y ahí sigo yo en la mía. "[...] aguanto el tirón y escribo", le escribe el autor a su madre. Yo aguanto el tirón y leo. Y es que "la verdadera y única libertad es interior" y ahí, probablemente, Joseph Ponthus y yo seamos más libres que muchos otros.
No trabajo en un fábrica. Si sufriera alguna lesión difícilmente sería por sobresfuerzo físico sino más bien por sedentarismo. No termino extenuada físicamente pero sí termino mi jornada laboral en más ocasiones de las que me gustaría agotada en otro sentido. Sí comparto con Joseph Ponthus la precariedad e inestabilidad laboral, esa que parece haber llegado para quedarse y que ya ni siquiera parece discriminar entre sectores y profesiones. Las píldoras que deja caer en su libro pueden abrir canales a reflexiones que yo no necesito transitar pero que tal vez alguno quiera aventurarse a explorar. Hay fábricas, hay trabajos, hay condiciones laborales que son como un mundo paralelo. Los mundos paralelos tienen la cualidad de no tocarse (aunque en algunos aspectos cada vez son más convergentes), pero suele ocurrir, también, que uno de esos dos mundos es más consciente que el otro de la existencia de ambos. Se necesita una labor de traducción, se necesitan puentes entre ambos mundos, pues, al fin y al cabo, seamos habitantes de uno u otro mundo, todos, como hace Joseph Ponthus en su línea, "Empujamos nuestras canales / Lo que hace todo el mundo en el fondo bregar con sus canales".
No sé cómo calificar este libro. Creo que lo más certero será decir que se asemeja a algo así como un diario concebido con destino a la publicación. En cualquier caso, me ha resultado una lectura interesante, de la que probablemente me he perdido matices por lo que ya he comentado (siendo además como es un libro cuyo plato fuerte está en esos matices, ya que su prosa en línea se me ha hecho muy plana), pero de la que también pienso que podría haber dado más de sí.
Me estoy dando cuenta de que me he puesto más solemne de lo que pretendía. Puedo prometer y prometo que la única pataleta que tengo es la de las notas. Voy a ir acercándome, pues, al punto final de esta entrada. El libro, carente como ya he dicho de signos de puntuación, evidentemente no tiene. "Hay que nunca pondré / Un Punto final / A la línea", escribe Joseph Ponthus. Irónicamente, fue la vida la que puso el punto final a la línea de la suya. Joseph Ponthus murió de cáncer a principios de este año, poco después de que se publicara su premiado y exitoso libro en España. Esto no lo sé cuando me fijo en este libro pero sí me entero antes de comenzar a leerlo. Nacido en 1978, leo cuando siento curiosidad y busco información sobre el autor. Un año menos que yo y ya muerto, no puedo evitar pensar cuando inmediatamente leo la fecha de su muerte, así como que somos "Vidas minúsculas y paralelas" en esa línea de producción que es la vida.
Desde las líneas imperceptibles que forman los píxeles de la pantalla que comparten mi ordenador personal y el ordenador desde el que teletrabajo os cuento que, tras ni quiero contar cuantos contratos encadenados durante más de un año,... ¡por fin he disfrutado de unos días de vacaciones! Todo muy legal, y esto no lo digo con ironía. Las vacaciones son uno de esos derechos del que gozan los habitantes de uno de los dos mundos paralelos y uno de los privilegios que los habitantes del otro conquistan de vez en cuando y, mientras tanto, tan felices por tener curro ( "No a estos no / Son buena gente / Dan curro", soñaba Joseph Ponthus con decir a los encapuchados de una manifestación a la que le hubiera gustado acudir ante una hipotética situación de estos ante la oficina de la ETT que le daba trabajo). La asunción de nuestra condición de mercenarios es el derecho que, como contrapartida, gozamos los de uno de esos dos mundos mientras que para los del otro escapar al autoengaño es un privilegio que alcanzan de vez en cuando. Es desde esa "Magia de la servidumbre voluntaria" que, en mayor o menor grado, compartimos tanto los de un mundo como los del otro, y desde esas líneas de mi pantalla que ahora son las líneas de aquellas otras desde las que me leéis, desde las que pongo, pues, no mi punto final, pero sí mi punto de hasta la próxima lectura.
Traductora: Regina López Muñoz
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