Los domadores de prestigios tradicionales siguen la misma táctica en cualquier país donde se inician reformas por el procedimiento evolutivo. Primeramente van cortando las raíces del árbol, y poco a poco, para cuando llegue la oportunidad, hacer leña de su tronco.
La crisis constitucional de Inglaterra, implica una amenaza contra la más sólida base del principio monárquico. Ahora las tendencias democráticas ponen en tela de juicio el privilegio hereditario de los lores.
Después que esta muralla quede allanada, los vientos huracanados soplarán arrollando la soberanía con los derechos de la corona. En el gabinete actual figuran hombres de ideas avanzadas, verdaderos demagogos, que verían con gusto alguna inconveniencia del monarca, para denunciar ante el país el donoso efecto de los obstáculos tradicionales.
Por su parte, ¿qué hace el rey Eduardo para defender la posesión del trono y el porvenir de la dinastía? No hace nada: es el soberano más soportable entre todos los jefes de los Estados modernos. Alejado absolutamente de las luchas de la política interior, ni aún puede afirmarse que elija con plena libertad a sus ministros. No ejerce el poder moderador, porque todas las prerrogativas de la corona han sido absorbidas por los consejeros responsables. La costumbre, más que el texto de la ley le deja reducido a un círculo de funciones más limitadas que las de un presidente de República; éste a lo menos, escoge a su primer ministro y puede darse el gusto de satisfacer las propias afecciones personales, pero el Rey de Inglaterra está incapacitado para tener caprichos. Debe ceder ante una imposición nombrando presidente del Consejo al jefe de un partido.
Después de la caída de Balfaur, en 1905, Eduardo VII entregó el poder a Mr. Campbell Baunermam; muerto este personaje, fue llamado Asquith, en calidad de sucesor inmediato. Ambos eran jefes por el voto de los miembros del partido liberal.
De la propia manera si los liberales llegan a ser derrotados, el rey, según las prácticas constitucionales, tendrá que entregar los destinos del país al jefe declarado y reconocido por los conservadores, á Balfaur, aunque en el caso de que personalmente le sea antipàtico, circunstancia que en modo alguno aparece comprobada ni es verosímil.
AKERS,Londres, Diciembre de 1809
El demócrata