La vida toma su fuerza de las partes de la nostalgia que hemos conseguido transformar en Deseo. “La condición de toda productividad es el poder recordar”, decía Kierkegaard. Los objetos del Deseo son los hitos fugitivos de un camino que conduce a lo imposible. Si esos objetos se hacen estables y llegamos a vincularnos a ellos, es decir, si convertimos el Deseo en Amor, es que aceptamos desistir de lo que no puede ser, y volcamos sobre las formas de lo real toda la intensidad con la que hasta entonces nos sentíamos reclamados por nuestros sueños.
Todo lo que amamos, por lo tanto, nos limita. En nuestra supeditación a lo que tiene forma va incluida la ineludible dosis de renuncia a ir más allá.
También Dios encarnó su Espíritu, es decir, aceptó acotar sus sueños de infinitud dentro de la exigua monotonía de la forma. Pero mientras que nuestro Amor es tan sólo el reverso de apenas una ausencia, el Amor de Dios tuvo que contrapesar la nostalgia por la noche inmensa de la Nada. Para llegar a crear el mundo, tuvo Dios que renunciar primero a dar satisfacción a las demandas imposibles de su nostalgia infinita. La realidad es el molde restrictivo y decepcionante en el que acaban acotados finalmente los sueños utópicos de un Dios enamorado.
(De mi "Paradoja y Verdad. Propuesta de reforma del sentido común")