Todo puede comenzar con una simple pregunta: ¿Por qué busca el ser la felicidad? Y dependiendo de la respuesta que concibamos, podríamos llegar después a otra interrogante: ¿Cuál es el sentimiento que empuja al alma a hacerlo?
El ser humano busca la felicidad por esa imprecisa sensación de vacío que experimenta en algunos momentos de su vida. La gente nunca se siente saciada, nada de lo que adquiere inunda su alma o rebosa su percepción particular de las cosas. Este dilema ocurre a nivel de la mente, pero no nos percatamos de ello. Por eso nos sentimos sin luz, en total oscuridad, y nos convertimos sin proponérnoslo en verdaderos maestros en esta alocada búsqueda sin fin ni propósito. Reinventamos cada día la rueda de la búsqueda y nos hacemos maestros del oropel y la lisonja. Nada significa eso, pero nos sentimos orgullosos de ese vacío, de esa pomposa estupidez que algunos deifican y elevan hasta la más solemne necedad.
Por ejemplo, podemos afirmar que en los programas de televisión se refuerza un concepto hueco de felicidad; es una pasión de borregos que encarnan su propia animalidad. Esto nos desconecta poco a poco de la realidad, de nuestra realidad. Y nada hacemos por evitarlo porque somos ignorantes de esa siniestra, calculada y perversa manipulación.
El ser humano busca siempre ser feliz y pretende encontrar esa felicidad fuera de sí mismo, en su entorno vital o social. Se piensa entonces que la felicidad se encuentra en el placer, en el dinero, en la satisfacción de los sentidos y en todo aquello que genere una aparente plenitud y tranquilidad. El tiempo moderno, a través de los medios masivos de comunicación, promociona un estilo de vida y una forma de estar en el mundo que vinculan al ser humano con la apariencia, lo transitorio y todo aquello que no es esencial o que distorsiona el verdadero sentido de la existencia.
La educación y la cultura determinan que la felicidad está afuera, en el mundo exterior; que las cosas del mundo material, las que se obtienen por medio del dinero, son las que brindan estabilidad y alegría.
Así manipula la sociedad de consumo y logra eso que podría llamarse la cosificación de lo humano. Aprendemos a relacionarnos con cosas y así vamos perdiendo lo verdaderamente esencial que representa vivir. Vemos a las demás personas como objetos, cosas sin significado propio, y aprendemos a desenvolvernos en el mundo a través del egoísmo.
Lo cierto es que necesitamos buscar la felicidad. Entendemos que cuando obramos así nuestra vida adquiere sentido, que hay que tener una razón para vivir y poder luchar por algo que esté más allá de nosotros mismos. Ese significado de la vida o de la existencia es lo que nos proporciona la posibilidad de soñar, de amar la vida y de adorar todo lo que nos rodea: los seres humanos, los animales, las cosas, porque ellas son una prolongación de nuestro propio ser.
Porque la consecución de cosas materiales o de una posición social o económica no logran, por sí mismas, generar esa felicidad anhelada desde lo más profundo del corazón. Sucede también con el amor cuando lo vivimos con intereses egoístas, con afán de poseer o utilizar al otro.
Es muy común que después de obtener un triunfo material o económico se experimente un hondo vacío y una gran insatisfacción. Eso se debe a que son situaciones que involucran al ego, y no hay una vivencia del ser que produzca una intensa sensación de bienestar con aquello que se ha logrado.
El mundo moderno muestra situaciones muy diversas que le dan relevancia a la competencia desalmada, a comportamientos inescrupulosos para lograr lo que se quiere y a una ambición desmedida por el dinero; esta competencia causa frustración, insatisfacción personal y autoengaño en lo que se refiere al disfrute de vivir y al gozo que deriva de la existencia.
Situaciones todas ellas equivocadas y que generan profundas crisis espirituales que, además, afectan la vida social.
Entonces, ¿Qué es la felicidad? ¿Pueden las cosas materiales del mundo producirnos verdadera felicidad? ¿Es esta una experiencia que nos llega de afuera? ¿Podemos en realidad ser felices? ¿Nació el ser humano para la felicidad y es ello posible?
Todas estas preguntas nos surgen precisamente cuando, en contacto con el mundo y con lo que realmente somos, concebimos la felicidad como algo fundamental y definitivo para nuestra vida.
Pero hay que dar claridad con respecto a esto.
La felicidad es innata y habita nuestra Consciencia, es nuestro Origen. Y como hemos perdido contacto con este Origen, la sentimos ajena, difícil de encontrar y de hacerla realidad.
Quien pierde contacto con el Origen es la mente, no Nuestro Ser.
El sueño que vivimos lo creó la mente. Cada uno de nosotros creó un sueño colectivo: somos co-creadores del universo. Todos creamos ese sueño colectivo y en él vivimos o creemos vivir; sufrimos, gozamos, nacemos y morimos, pero nunca somos conscientes de ello porque estamos desconectados de nuestro ser y de nuestra verdad. Todo lo percibimos por medio de la mente y ella construye la apariencia de esa realidad en la que creemos vivir o estar.
La mente evita el contacto con el corazón de la existencia. Sin el Ser, la mente no es nada porque genera la separación. El ser siempre está ahí. Aquello que tú eres, sí Es. El Ser eres tú, y ya. No hay más ponderación ni abismo que nos separe o nos divida, eso lo hace la mente.
El Ser está atrapado, sumergido en la experiencia que la mente creó. Se está viviendo la tragedia de la humanidad porque el Ser sufre el dolor del mundo.
Tú eres la verdad. Y esto no se afirma para reforzar el ego o la mente y crear súper-egos ¡Nada de eso! La aparente felicidad que esto puede crear es irreal. La felicidad es algo innato. Es lo que hemos pretendido establecer o proponer en este escrito... ¿Quieres ser feliz?
Eres el Origen de esa felicidad. Y por eso hay que apreciar y valorar lo que es natural y esencial para ti, para mí, para nosotros. El Ser trasciende cualquier experiencia y eso sucede porque el universo es una creación que está ocurriendo en este preciso, único e irrepetible momento.
Pensemos qué tan irreal y aparente es el ego; hacerlo nos conduce a encontrar que la Consciencia no tiene tiempo ni espacio; si no los tiene, entonces lo abarca todo: es omnipresente como la Divinidad misma.
Si nuestro Origen es la felicidad y si ella es nuestra esencia... ¿Por qué se nos hace tan difícil definirla? ¿Por qué se nos hace tan difícil ser felices?
Primero, porque existen espejismos que nos hacen creer que la felicidad es algo que está afuera de nosotros y pretendemos hallarla donde jamás la encontraremos. Segundo, porque no atinamos ni a aproximarnos a la definición de felicidad, por una razón muy sencilla: hay que empezar a buscarla dentro de nosotros y no en el mundo exterior.
En consecuencia, la felicidad puede adquirir dos formas: una felicidad transitoria ―que no sería tal― que tendría como fundamento lo externo, generándonos una aparente satisfacción (muy pasajera, por cierto); y otra, una felicidad duradera que parte de lo más profundo. La primera sería egóica mientras que la segunda es la felicidad del Ser, que deriva de lo más profundo del interior. Esta felicidad del Ser es innata; es existencial, no experiencial.
La mente es la que crea todo a nuestro alrededor, la que genera la ilusión; es solo un instrumento del que nos valemos para orientarnos y conocer lo que requerimos con el fin de poder desempeñarnos y ubicarnos en nuestro entorno vital. La mente no somos nosotros, por el contrario, es una barrera que nos aleja de nuestra verdadera realidad, incorporando información equivocada acerca de nosotros mismos. Por ello, cada vez nos alejamos más de lo que somos y confundimos lo real con lo que no lo es. Es exactamente lo que acontece cuando pensamos en lo que la felicidad es y en los medios de que disponemos para alcanzarla.
Por atender los mandatos de la mente, basamos la felicidad en creencias que nos han sido impuestas por la moral, la religión o los valores sociales imperantes. Hemos convertido a Dios en un ser que confiere favores y privilegios, pero nadie desea fervorosamente un encuentro real y vital con Él.
Es que el alma está buscando su retorno a casa. Es decir, quiere volver al Origen, al misterioso y natural reino del cual proviene y en donde estaba antes de su fascinante encarnación. Ese camino de regreso no lo construye la mente ni sus equivocadas categorías o interpretaciones del mundo, porque una mente indebidamente programada es una monstruosidad, es una dañina legión egóica que nos aleja cada día más de la verdad y de nuestro Ser.
Es natural para el alma vivir en la inocencia, que es lo mismo que volver al Origen. Es sonreír ante la frescura de la madrugada, percibir la ternura de un cachorrito, enternecerse ante la esbeltez de una rosa o maravillarse ante la majestuosidad de una noche estrellada.
Por eso, en ciertos instantes indefinibles y extraños, el alma ―nuestra alma― experimenta una nostalgia y una callada tristeza que no atinamos a entender. Es que precisamente, en medio de la turbulencia de lo que nos rodea, entre el bullicio de lo cotidiano, entre el placer, los imperativos sociales y el estrés de cada día, se va generando la necesidad ―apremiante e inaplazable― de mirar hacia adentro, de volcarnos hacia nuestro interior, de rendirnos ante la inminencia de nuestro real ser, para poder así contemplar el maravilloso reino que habitamos y del que no nos hemos percatado. Porque para percatarnos de ello debemos aproximarnos a un insondable misterio, un arcano que ha ocupado a maestros de sabiduría y que tiene que ver con la encarnación del alma.
Hay cinco fuerzas que se conjugan cuando un alma encarna, es decir, cuando la Divinidad se hace cuerpo para tener una experiencia humana:
1. El karma: Significa que el alma trae energías de otras vidas. Estas deben ser liberadas en su actual encarnación ya que corresponden a la sumatoria de las acciones de otras vidas pasadas. El conjunto de acciones positivas y negativas de la vida inmediatamente anterior va a permitirle al alma tener un karma que, aunque determine las energías que deben liberarse para evolucionar, constituye también el aprendizaje a tener en su actual encarnación.
2. La memoria celular: Una vez que el alma entra al cuerpo, ya están presente en él todas las memorias karmáticas que se necesitan para trabajar. Estas memorias vienen millones de generaciones atrás. Cada experiencia que nuestros ancestros han vivido está gravada en el ADN. La consciencia de nuestra alma se mueve en un cuerpo que está rotando con las memorias y el karma de todos nuestros ancestros. Cuando comenzamos a experimentar esta vida, la luz de nuestro espíritu tiene que pasar por el filtro del cuerpo y todas estas memorias son activadas. Nuestro cuerpo no es nada más que memoria.
3. El entorno y el proceso de asimilación: El alma ―prisionera en un cuerpo que ha entretejido, en la noche misteriosa, su karma personal ― tiene que enfrentar el medio social, la época en que nace y un entorno construido con creencias, costumbres y determinantes histórico-culturales. Surgen entonces fuerzas antagónicas que entronizan lo que es la domesticación del alma, su sujeción a un mundo material que no entiende y a un conjunto de creencias que no son claras para ella, ni asimilables por sí mismas y que tendrán el trágico papel de esclavizarla y dominarla, haciéndole olvidar su origen inmortal y su ancestro Divino. Muchas veces, ese destello Divino, esa mariposa blanca, ese sueño alado, se sumerge tanto en el mundo y en lo material, que olvida su pasado glorioso, su lumínica procedencia y se va degradando en la materia, perdiendo el camino y olvidando que su destino es regresar a casa; volver al cobijo del Padre, donde le esperan las moradas celestiales.
4. El propósito del alma: El alma tiene un propósito y nada físico la puede restringir o dañar. Las limitaciones que existen en el plano material tienen un fin, un sentido conforme a su naturaleza inmortal. Nada define ni aprisiona al alma, porque ella viene de la luz y a esta ha de volver luego de atravesar el cono de sombra de una encarnación terrestre, en la cual, al ocupar un cuerpo transitoriamente, se identifica con él y pierde la memoria de su naturaleza inmortal; pero en medio de la materialidad que la aprisiona y la asfixia, ella ―la Divina Psiquis― se agita y se convulsiona sintiendo ese tremor que le recuerda su origen primigenio y, como un pájaro herido, desea regresar al nido, a su lumínica y entretejida procedencia.
5. El destino del alma: El propósito del alma es desconocido para la mente. Otras veces, el mismo destino del alma es desconocido para ella misma, como un insondable y sagrado misterio.
La vida es la mano invisible de Dios guiándote a ti, a mí, a nosotros.
Los eventos de la vida, los sucesos y hechos que construyen la existencia son refinamientos espirituales que generan procesos de aprendizaje.
Esto lo saben los Seres Divinos y algunos seres humanos que han despertado y encarnado su Ser.
Siempre hay una fuerza amorosa que nos guía. En un punto oscuro hay necesariamente mucha luz para encontrar. Entre más oscuro sea el escenario de aprendizaje, más luz hay para aclarar las sombras que nos circundan y que nos afligen. Hay una ley universal: la vida jamás te va a proporcionar una experiencia que no seas capaz de soportar. Esto lo enseña la Sabiduría Divina. Para vivir en el amor, hay que confiar en él; porque el amor es luz que dulcifica la existencia y hace soportable nuestro paso por la tierra.
Después de intentar comprender la oculta textura insondable del alma, luego de saber lo que es su propósito divino y su destino trascendente, sigamos intentando reflexionar acerca de la felicidad como un estado buscado por el alma, que la ebullición de la vida mantiene en el umbral de los sagrados misterios.
La felicidad, como vivencia del alma, advierte la conjunción de nuestro Ser en lo más profundo de nosotros.
La vida o la existencia es una experiencia del ser y no del tener.
Hoy día se vive en el tener y no en el ser.
Vivir en el modo de existencia del tener es buscar la felicidad afuera de nosotros. Es vivir para la satisfacción de los sentidos y para las exigencias del mundo material. Es sentir que tenemos un precio y que los demás también lo tienen, que medimos todo con criterio dinerario. En cambio, vivir en el modo de existencia del ser es buscar la felicidad dentro de nosotros mismos, habitar en la plenitud de la vida y del instante presente. Es sentir que estamos inmersos en el océano de la Divinidad y que la felicidad es nuestro estado originario.
Lo más importante es comprender que si buscamos la felicidad afuera de nosotros, en el mundo exterior, nada vamos a hallar, al contrario, vamos a estar sujetos a lo transitorio y pasajero del mundo material. En cambio, al buscar la felicidad en nuestro interior, en lo más profundo del espíritu, iniciaremos nuestro regreso a casa. Y será nuestra alma, esa lámpara maravillosa, la que nos ayude a descifrar el sentido lumínico de nuestro propio destino.
Desde el mismo momento en que nacemos, en cualquier lugar del planeta, en cuna pobre o rica, empezamos a explorar nuestro entorno. A medida que lo vamos haciendo, nos asombramos por la diversidad que encierra el mundo de las formas. Con bella inocencia descubrimos nuestro entorno de la misma manera que la mente abierta y sin contaminar de un bebé percibe aquello que le mostramos en repetidas ocasiones, libre del concepto de la experiencia directa y racional. A paso en que nos desarrollamos física y mentalmente, que somos educados, re-educados y domesticados con respecto a la forma en que debemos percibir el universo, empezamos a perder nuestra inocencia y lo vemos como una experiencia repetitiva, mecánica y materialista, dándole un nombre determinado a las formas. Creemos entender lo que estamos experimentando y, sin vestigios de una hondura intuitiva, nos lanzamos en ese esfuerzo vano de ponerle un nombre a ese universo de manifestación del que formamos parte.
En el momento en que creemos saber algo acerca del universo o del cosmos infinito, hemos perdido nuestra inocencia y no nos percatamos de ello. La consciencia colectiva favorece el conocimiento, pero he aquí el gran paradigma, la inocultable mentira. Entonces nos preguntamos: ¿Realmente sabemos algo acerca de las cosas que percibimos? ¿Sabemos qué son en realidad? ¿Comprendemos lo que nos comunican?
A manera de ejemplo y para hacer más comprensible lo que se plantea, intenta observar la letra A. Y te pregunto, ¿Sabes lo que significa?
Tu mente rápidamente la asocia con la primera letra del alfabeto. Empiezas a pensar en palabras que comienzan con ella, pero ¿sabes realmente qué significa cuando la observas con detenimiento? Son tres líneas trazadas. ¿Qué son realmente? Hay una ignorancia directamente heredada de nuestra mente, porque esta es la que le da significado a la experiencia y al conocimiento, pero para nuestra consciencia, la experiencia es tan solo una extensión de sí misma.
Hay un recuerdo que deseo plasmar y que se remonta a una época de gran trascendencia para mí. Y al momento de escribir sobre esas vivencias, se agolpan emociones y sentimientos que deseo plasmar en este libro que ahora lees con curiosidad.
En el cruento invierno del año 2002, viajé a Holanda con el propósito de visitar la Universidad de Maharishi Mahesh Yogui. Estaba nevando terriblemente y hube de tomar un taxi que me condujo desde Ámsterdam a Purusha, la aldea alrededor de la universidad, donde muchos meditadores pasan el tiempo haciendo sus prácticas. Cuando llegué, no habitaciones disponibles y tuve la enorme suerte de encontrarme con un hombre, ya mayor, de mirada lejana y rostro adusto quien me alquiló una cabaña muy cerca de la universidad.
Allí estuve meditando durante varias semanas. De manera insistente y decidida, pretendía hallar esa felicidad que he intentado describir en el presente capítulo, esa felicidad que, como vivencia personal, los yoguis como Yogananda, Muktananda, o Ramana Maharshi describían en sus profundos libros. Llevaba muchos años en la búsqueda externa e interna, siempre queriendo hallar un objeto, una experiencia, una sensación, una interiorización o un razonamiento que me trajera paz, armonía, felicidad, sosiego y plenitud.
No puedo olvidar esa límpida mañana en que abrí la ventana de la cabaña para hacer unos ejercicios de respiración. Un aire frío, casi helado, acarició mi rostro. Luego de una extensa jornada de meditación, me senté frente a la cabaña a observar el bosque que me rodeaba. Escuché el canto de algunos pájaros silvestres y eso me produjo una sensación de grata tranquilidad. Por fortuna, no estaba nevando. Yo estaba simplemente observando, mirando sin pensar en nada. Había varios árboles al frente de mí, como si fueran los guardianes gigantescos de un templo de misterios, aunque secos por el fuerte invierno, eran imponentes y llamativos. Había también una gran roca ovoide, donde algunas veces me sentaba a meditar
. Esa mañana me hallé sin ninguna ansiedad de búsqueda, mi mente estaba tranquila, sin que en ella fluyeran pensamientos ni sensaciones que la perturbaran. Comencé a sentir una plenitud que no podía asociar a ningún evento, objeto o circunstancia. No había nada que estuviese captando mi atención. Me sentía presente, el tiempo y el espacio eran irrelevantes. Una sensación de paz empezaba a surgir de mí mismo. No había ninguna razón para esto, pero a la vez, tampoco había dilema que lo cuestionara, o que me llamara la atención. En ese estado, espontáneo e inocente, me dejé llevar por una maravillosa y grata sensación. Una paz penetró inicialmente a través de mi cuerpo físico, que luego se tradujo en un éxtasis indescriptible y, finalmente, en una gran claridad mental. Fue en ese momento, preciso y único, que surgió una idea muy pura desde mi corazón. Era como un mensaje de mi Ser: Somos el origen de nuestra propia felicidad.
Sabía ―por una extraña intuición― que estas palabras tenían una profundidad inimaginable que me comunicaban una gran verdad. Para ser felices lo único que tenemos que hacer es permitírnoslo. La felicidad es inherente a nuestra Consciencia ―como lo escribí anteriormente― pero se opaca por aquella que propone nuestra mente o por los manipuladores medios de comunicación. Esa felicidad mentirosa del mundo siempre está buscando un objeto o una relación en el nivel que ella funciona, pero a través de la mente. Cuando nos permitimos Ser, sin darle poder a la mente, se abre toda una dimensión ya existente en nosotros; por eso, liberarnos de la búsqueda de un objeto o experiencia nos trae paz; y donde hay paz, hay felicidad. Porque cuando uno es naturalmente feliz, fluye el verdadero amor.
La Divinidad reside donde hay amor.