Los sanitarios en general (y los médicos, en particular) tenemos la pésima costumbre de llamar a los pacientes, entre nosotros, por su diagnóstico o por su cama, en lugar de por su nombre. El señor José Fernández, que toda la vida - desde que le creció el bigote - ha sido Don José, pasa así a convertirse en el páncreas de la 715-1. O la Sra Obdulia Martín, conocida por sus vecinas como Lita, es la vesícula de la 402-2. Esto va unido a que, en Cuidados Críticos, el tubo, las máquinas, los cables de los monitores y los miles de perfusores de medicación tienden a deshumanizar a la persona sedada que está en medio de todo, empequeñecida por el blanco de las sábanas. En mi última guardia, pasé todo el día tratando a un paciente con una hemorragia cerebral. En el momento de informar a la familia, no pude estar presente porque estaba liada en quirófano (las consecuencias de ser "chica para todo" del residente), por lo que les informó mi adjunta, pero me sabía de memoria sus constantes, a qué dosis iban los fármacos que llevaba, los valores de sus plaquetas y su coagulación, los parámetros ventilatorios...en fin, todo excepto una cosa. Por la noche, al repasar su historia para el cambio de por la mañana me fijé en su nombre y en sus apellidos. Los leí un par de veces, incrédula y levanté la cabeza para mirarle. Por primera vez en todo el día, lo vi a él, a la persona, no al paciente. No al hematoma intraparenquimatoso de la cama 4. Era/es el padre de una de mis mejores amigas de la Universidad. Un señor que recordaba bromeando con sus hijos. Al que le gusta leer, contar historias, la poesía y la música clásica. Y me sentí fatal. Fatal por no haber leído su nombre lo primero. Fatal por no haber llamado a mi amiga para decirle: "Estoy aquí, si me necesitas". Fatal por haberlo deshumanizado de esta manera. Así que a Dios (y a vosotros) pongo por testigos de que no volverá a pasarme.