Está claro que el ámbito del urbanismo y el planeamiento urbano no ha sido ajeno a esta tendencia. Si bien el desarrollo de figuras legales de planeamiento urbano (Planes Generales, Planes Parciales, Planes Especiales, etc.) está sujeto legalmente a plantear mecanismos de participación pública, lo cierto es que estos suelen reducirse al periodo de alegaciones y exposición pública. De este modo lo que se logra es remplazar la participación por mecanismos que pertenecen únicamente al ámbito de la comunicación e información.
Esto conlleva que se acabe confundiendo la participación con la consulta pública cuando se utilizan exclusivamente encuestas, estadísticas, etc. Esta tendencia se refleja, por un lado, en el modelo de selección por votación popular sobre una serie de propuestas arquitectónicas ya dadas y cerradas; y también en casos como las consultas ciudadanas dirigidas a, simplemente, decidir el color del que hay que pintar un puente. Iniciativas tan genéricas como esa son no solo carentes de utilidad, sino contraproducentes, al generar un imaginario social muy dañino en torno a la participación ciudadana. De este modo, acaban por desfigurar su capacidad transformadora y la limitan a ser simplemente un recurso vinculado a la propaganda.
Se podrían citar numerosos ejemplos de cómo tergiversar el término participación, con el consiguiente peligro de que la participación ciudadana acabe siendo una palabra despojada de significado. Especialmente, se enfrenta al riesgo de la banalización y la «espectacularización». Y es que la participación y las prácticas colectivas se vinculan al buen hacer de la gente y no a metodologías, principios y objetivos claros. Los procesos naturales basados exclusivamente en la voluntad de la gente tienden a no ser sostenibles (emocionalmente, afectivamente, económicamente, etc...) y autodestruirse por nuestros hábitos culturalmente heredados[1]. Por todo ello, es necesario conocer y poner en práctica métodos ya desarrollados y aprender de experiencias anteriores[2].
Surge entonces la pregunta inevitable: ¿qué podemos entender por participación ciudadana?
Hoy en día existen múltiples perspectivas en torno al término «participación ciudadana». De hecho, tal y como apuntábamos, algunas de las prácticas y procesos actuales tienden desvirtuar su propio sentido y significado. Por lo tanto, es necesario establecer unas bases claras sobre lo que entendemos cuando nos refiramos a la participación ciudadana y su aplicación a los proyectos urbanos y procesos de transformación de la ciudad.
A tal fin, nos parece oportuno tomar como punto de partida la triple dimensión que recoge el Libro Blanco de Democracia y Participación Ciudadana de Euskadi, editado recientemente, en el que establece la participación como proceso, derecho y obligación, y actitud:
- La participación ciudadana es un proceso de aprendizaje y desarrollo personal y colectivo. Busca transformar las relaciones, las respuestas, las acciones, etc. dando espacio y voz a todas las personas para que ejerzan su responsabilidad y capacidad de influencia en la generación de valor público
- La participación es un derecho de todas las personas de ser parte ser parte activa en las actividades y decisiones públicas que les afectan. Además, ante el «cierto grado de clientelismo ante lo público» se hace evidente que, en estos momentos, participar sea más necesario que nunca y por eso participar es también una obligación ciudadana, aunque deba ser siempre voluntaria y deseada.
- Como actitud, la participación implica autonomía, libertad, responsabilidad. Requiere interés por ser parte de la solución, y por tanto, en su ausencia, debería aceptarse que alguien no desee participar.
A resultas de la interrelación de estas tres patas mencionadas y del contenidos del cuadro ulterior, a modo de resumen podemos concluir que la participación ante todo es un medio, no un fin. Un proceso o un camino a través del cual escucharnos, comprendernos y configurarnos en colectividad. Partiendo de nuestras singularidades, es una forma de construir en común. Por ello, y como sucede en otros ámbitos, es necesario que se adapte y esté en continuo proceso de reconfiguración atendiendo siempre a las últimas necesidades de la comunidad a la que ofrece servicio. De esta manera, la participación tiene que estar dirigida a generar espacios de aprendizaje colectivo para explorar las potencialidades del procomún.Es necesario recordar su papel como mecanismo de cambio y transformación urbana y social.
Por lo tanto, la participación ha de ser un dispositivo contrahegemónico que posibilite un «emponderamiento» de la sociedad[3]. Es decir, ir más allá de «empoderamiento» para empezar a trazar nuevas maneras de reparto de poder (político, económico, social, etc.) y la capacidad de decisión de manera equitativas desde las que constituir alternativas al sistema actual, basadas en el bien común, la justicia social y la tolerancia a la diversidad.
Más allá de preguntar a la ciudadanía qué quiere, la participación debería hacer hincapié en construir con la gente lo que quiere, y que a veces incluso lo desconoce o no lo ha descubierto todavía. Se trata por tanto de un proceso a través del cual surgen nuevos retos, necesidades y deseos. En consecuencia, se puede explicar la participación como una acción colectiva de una comunidad con la intención de mejorar su entorno y lo que este genera.
En definitiva, la participación no puede ser una respuesta a «¿qué hay de lo mío?» ni a los intereses particulares de personas o grupos concretos. La participación es la manera de reflexionar, debatir y definir conjuntamente un horizonte común en relación a un tema o problemática planteada, diseñando y construyendo colaborativamente las soluciones, estrategias o acciones para alcanzarlo.
Los procesos participativos han de integrar mecanismos para compartir los distintos saberes y perspectivas existentes, a través fomentar la escucha, el diálogo y el aprendizaje colectivo, siempre en términos de igualdad, tolerancia y respeto a las diversidad (social, cultural, género, etc.).
El conflicto, ese gran tabú Un elemento que habitualmente queda fuera de este tipo de tentativas terminológicas es el conflicto. Existe, en cierto modo, una tendencia a ocultarlo tras capas de buenismo y cierta actitud naif. En la participación ciudadana entran en juego intereses, posturas, posicionamientos y personalidades muy diversas, de cuya interacción aparecen los roces, las disputas, las motivaciones cruzadas… En definitiva, el conflicto. Por lo tanto, la participación ha de ser un mecanismo para la gestión y mediación del conflicto, no como vía de apaciguarlo ni de legitimar las posturas dominantes en el mismo; sino como herramienta para definir puntos en común, consensos y diseñar soluciones compartidas, siempre que fuera posible.
Pero no cabe olvidar que muchos de los conflictos que aparecen en los procesos de participación suelen transcender los propios contenidos y carácter de los mismos. De tal manera que se tiende a verter sobre los procesos disputas personales, culturales, identitarios o partidistas previos que rebasan los propios procesos y alteran su desarrollo. Para evitar estas situaciones conviene establecer tanto estrategias de mediación, como dejar claro el alcance y contenidos de los procesos para no llevar a equívocos.
Esto no significa, en ningún caso, que la participación ciudadana no contemple distintas posiciones ante un problema o tema a tratar. Simplemente, estas posturas habrán de encuadrarse siempre sobre las temáticas a tratar y atenerse a las reglas de juego establecidas (ya sea previamente o de manera colectiva por las personas que participen).
Por ello, es importante disponer de unos marcos de referencia claros, que encuadren el debate y permitan superar las reyertas personales, disputas identitarias, partidistas o electoralistas preexistentes. No solo hay que ser consciente de esta realidad, visibilizándola o mapeándola, también es algo que sobre lo que tenemos que trabajar en aras del éxito de los procesos.
Y en este punto es donde es vital tener claro que la buena voluntad no basta: se requieren metodologías y herramientas para llevar a cabo la participación. Muchas veces, los procesos parten de cierta actitud bienintencionada que no toma en consideración cuestiones básicas sobre la participación y eso, al final, termina por desvirtuarla y generar conflictos innecesarios. La aplicación de dichas metodologías y herramientas no tiene que pasar necesariamente por agentes externos a las comunidades, dependerá siempre de las capacidades sociopolíticas de la misma para su autoorganización.
Las reglas del juego
Como parte sustancial de estas metodologías desataca la necesidad de establecer una serie pautas para su desarrollo, unas «reglas del juego» que permitan determinar el alcance y desarrollo del mismo, evitando así generar frustraciones o desengaños futuros. Es importante que la comunidad que participa tenga claro en qué va a participar, cómo lo va a hacer, para qué y qué va a obtener a cambio de invertir su tiempo en ella. Y para ello es necesario establecer las condiciones que permitan encuadrar el debate. Estas pueden clasificarse a través de objetivos, límites y retornos.
Los límites no conviene entenderlos como determinaciones estáticas, sino como una serie de condiciones que permiten dibujar el contorno del proceso de participación. Con ellos lo que se busca es evitar malentendidos o la generación de falsas expectativas. Por lo tanto, podemos entenderlas como las características que configuran el proceso desde un punto de vista temporal, formal, social, de contenidos, etc.
Por su parte, los retornos de un proceso de participación hacen referencia tanto a los logros esperables tras el proceso, como los entregables y productos que se generarán. Estos pueden clasificarse en tangibles e intangibles. Los primeros aluden a los logros materiales que se esperan alcanzar ya sea en forma de acuerdos, planes, acciones, intervenciones, documentación, etc.; mientras los segundos aluden a los aspectos más relacionales vinculados a cuestiones de crecimiento personal o desarrollo sociopolítico como la creación de lazos, el fortalecimiento de una comunidad, el aumento de nuestras capacidades políticas y nivel de empoderamiento, etc.
Este marco conceptual, estas normas, pueden estar determinadas previamente o las podemos construir colectivamente si existe la posibilidad. Pero siempre han de estar presentes y es interesante trabajarlas a lo largo del proceso, incluso si se trata de establecer estrategias para desbordarlas. En este sentido, explicitar los miedos y las dudas de la comunidad que se derivan de los límites del proceso es un buen ejercicio: si los tenemos podremos pensar en maneras de hacerles frente. Esto no significa que establezcamos a priori métodos o mecanismos rígidos. Más bien se trata de disponer de distintas herramientas y metodologías para adaptarlas según los contextos, la comunidad, el tipo de proceso, etc. Es preferible pensar en cajas de herramientas en vez de en recetas concretas. Y saber utilizarlas con creatividad y empatía, poniéndose en la piel de la otra persona. Un tercer elemento indispensable dentro de este muestrario de herramientas a incorporar en la participación sería la figura del facilitador o mediador: un equipo imparcial que haga de interlocutor y garantice la comunicación entre los actores. Pero no se trata de un elemento que permita apaciguar los conflictos en aras de los intereses de un grupo de presión concreto, sino de un equipo que sea capaz de canalizar las energías en la construcción colectiva de un proyecto común de ciudad desde una perspectiva integral.
Pero, más allá de estos apuntes teóricos y metodológicos, lo que es importante es destacar la participación ante todo como acción. Pero es una praxis sobre la que, lamentablemente, carecemos de experiencia. La única manera de generar o aumentar la cultura participativa es poniéndola en práctica: perdiendo el miedo a impulsar procesos y a participar en ellos, perdiendo el miedo a equivocarnos (siempre lo haremos), pero con la certeza de que en todos los errores en los que podamos incurrir, lo haremos de forma colectiva y también compartiremos el camino en la búsqueda de la solución.
No en vano, tal y como hemos apuntado en alguna ocasión, a participar se aprende participando.
[1] VERCAUTEREN, David; CRABBÉ, Olivier; MÜLLER, Thierry: Micropolíticas de los grupos. Para una ecología de las prácticas colectivas. Madrid: Traficantes de Sueños, 2014 (2ª edición) [2]A destacar el trabajo realizado por la Red CIMAS, cuyos manuales y metodologías se encuentran disponibles en http://www.redcimas.org/ [3]VILLASANTE, Tomás R.: Redes de vida desbordantes. Fundamentos para el cambio desde la vida cotidiana. Madrid: Los libros de la Catarata, 2014, p. 163
Créditos de las imágenes:
Imagen 1: Actividad participativa del PIAM Nucli Antic, proceso de regeneración del casco histórico de Olot (fuente: Núria Social) Imagen 2: Cuadro que indica qué no es la participación (fuente: Libro Blanco de Democracia y Participación Ciudadana de Euskadi, elaboración: Paisaje Transversal) Imagen 3: Concentración en el barrio burgalés de Gamonal contra las obras del bulevar (fuente: El Norte de Castilla) Imagen 4: POrtada del Documento Marco del proceso participativo #CooperaGavà (fuente: Paisaje Transversal)