Hay libros que le marcan a uno como lector. Este es uno de ellos, porque emana verosimilitud desde sus primeras páginas. Su autor: un periodista que elige voluntariamente cubrir la guerra de Vietnam. Como decía Robert Capa, el enviado especial a un conflicto es un apostador: necesita estar en el lugar de la noticia, donde se esté produciendo la acción para tomar las mejores fotos, para escribir la mejor crónica. Pero también necesita volver vivo para poder hacerlo. El periodista goza de una libertad de la que no pueden disfrutar los soldados pero, precisamente por eso, debe ser capaz de tomar las mejores decisiones en cada momento, sobre todo en un lugar como Vietnam.
El de Vietnam fue el último conflicto en el que el ejército estadounidense permitió total libertad a la prensa. La principal consecuencia de ello fue que las familias norteamericanas cenaban todas las noches con imágenes de atrocidades, de heridos, de sus propios hijos drogados y al borde del agotamiento combatiendo a un enemigo invisible. Así, aunque los militares pudieran apuntarse alguna que otra victoria sobre el terreno, todos los días perdían la guerra contra la opinión pública de su propio país, que observaba que la guerra de verdad poco tenía que ver con heroicidades y mucho con la peor de las miserias humanas. Michael Herr estuvo ayer para retratar estos hechos con la honestidad que requería su profesión, aunque bien es cierto que para aguantar una vida como aquella era imprescindible pasar el día en una nube de alcohol y drogas que permitiera observarlo todo con cierta insensibilidad para no caer desmoronado de horror o agotamiento:
"Cubrir informativamente la guerra, que truco para engañarte a ti mismo. Salir tras una información y obtener otra totalmente distinta, cerrar los ojos abiertos, reducir la temperatura de tu sangre por debajo de cero, la boca tan seca que bebías un trago de agua y desaparecía en ella antes de llegar a la garganta. El aliento más apestoso que gas cadavérico. A veces. tu miedo tomaba direcciones tan disparatadas que tenías que parar y mirar alrededor. Olvida al Vietcong, podían matarte los árboles, la yerba de elefante se alzaba homicida, el terreno en que andabas poseía una inteligencia maligna, todo el entorno te bañaba. Aun así, considerando donde estabas y lo que les pasaba a tantos, era un privilegio el simple hecho de poder sentir miedo."
Sería cómico si no fuese tan trágico: los corresponsales se enfrentaban todos los días a la versión triunfalista sobre la marcha de la guerra del mando norteamericano. Los oficiales les enseñaban mapas, les mostraban operaciones, emplazamientos de unidades... Pero la realidad era otra muy distinta, porque Vietnam era una guerra muy distinta. Los soldados se enfrentaban a un enemigo que no podían ver, que golpeaba donde menos se lo esperaba y su moral se encontraba usualmente por los suelos. Cuando llegaban a Vietnam, en su cabeza estaban las películas que habían visto en la adolescencia, en las que los soldados eran héroes que salvaban a la patria, pero pronto se veían en medio de la selva disparando a fantasmas y su frustración se mezclaba con el miedo. Si se les acercaba un equipo de corresponsales con cámaras intentaban exhibirse ante ellas, convertirse de pronto en héroes de películas, pero todos sabían que era un juego. La autentica realidad era la locura que poco a poco iba conquistando a cada combatiente, consecuencia de no entender para qué estaban luchando a tantos miles de kilómetros de sus hogares.
Una de las grandes ventajas para un periodista que quisiera buenos reportajes en esta guerra era la posibilidad de desplazarse continuamente en helicópteros. Ningún conflicto anterior había ofrecido estas posibilidades de movilidad, en las que por la mañana Herr podía estar cubriendo una operación en la selva para volver por la noche a dormir en su hotel en Saigón. Las posibilidades que se le ofrecían a Herr eran casi infinitas, puesto no había un frente definido ni una dirección clara de las operaciones. Había enormes campamentos construidos en mitad de la selva donde habitaban miles de marines que vivían bajo asedio permanente del Vietcong. Había patrullas por la jungla que no tenían clara su misión. Había puestos remotos de vigilancia en los que sus ocupantes habían olvidado incluso quienes eran y a qué ejército pertenecían. Vietnam fue una obra maestra del caos cuyo mejor cronista fue un Michael Herr que tuvo la suerte de poder volver vivo para contarlo. La influencia de su libro se nota en films como Apocalypse Now o El cazador, retratos perfectos de la locura de la guerra. También escribió el guión de la película de Stanley Kubrick La chaqueta metálica, una perfecta denuncia del lavado de cerebro que constituye la institución militar. Hay que leer estos Despachos de guerra y paladear la mejor literatura periodística escrita desde el más terrible de los escenarios.