Allá a lo lejos, en Sevilla, aún se escuchaba la pirotecnia verbal de su pelea con Carlos Bilardo. Y de regreso a Buenos Aires. le ponía fuego a otra mecha. “Soy un ex jugador”, anunciaba Diego Maradona, en un título directo a la tapa de los diarios y las revistas. Tenía sólo 32 años y nada -confesaba- podía mover sus vísceras. Nada. De hecho, miraba de lejos los partidos de la Selección en las Eliminatorias. Y sólo decía presente para ver la goleada 5 a 0 ante Colombia. Hasta que una voz sonó en el teléfono. El Gringo Giusti, una de sus ruedas de auxilio en el Mundial 86, le propuso jugar en Newell’s. Hubo una respuesta afirmativa. Rápida. Entusiasmada. Maradona apretó delete en el viejo anuncio, logró la silueta más estilizada de su vida futbolera y volvió al césped. Fue el 13 de septiembre de 1993, en un entrenamiento con 40 mil hinchas de Newell’s en el estadio. Un día indeleble para el planeta rojo y negro. Y un día doloroso para los fanáticos de Rosario Central. Cada uno de ellos lo sufrió a su estilo. Nadie lo retrató como el Negro Fontanarrosa. Memorable.
Sólo dos veces mi mujer me despertó antes de las diez de la mañana: una fue cuando me dijo: “Invadieron las Malvinas”. Y la otra: “Diego firmó para Newell’s”. Dos catástrofes”.