En la oscuridad suena como una llamada desde el teléfono del mismo diablo, un sonido fuerte que no acaba de resultarme familiar. A tientas busco la lámpara de la mesilla de noche y la enciendo a la primera. Con los ojos entornados de un semblante que no se reconoce, miro a mí alrededor atribulado y confuso, así veo el desordenado dormitorio decorado con muebles que iban a tirar mis suegros; pero que Lucía aprovechó, al igual que el viejo radio reloj traído de Suiza, aunque presumiblemente hecho en China.
Ya deberíais saber que, cuando irrumpe el desconcertante pitido de nuestro despertador, significa, entre otras cosas, que no se ha ido la luz durante la noche; por lo tanto, no tengo disculpas para levantarme tarde. Tampoco las tengo para protestar contra el Estado y su red hidroeléctrica, esos dos grandes padres que nos alumbran a costa de subirnos la tarifa, unos parientes que cualquier día van a levantar mis ansias asesinas.
Como casi siempre, solo queda la opción de apagar desconcentrado el mecanismo y apartar la manta, hoy más compungido por la tremenda resaca; esta reclama un intenso malestar provocado por un ron que ahora percibo lejos del sabor cubano, el alcohol remite a una noche que ya está en el pasado, el tiempo representa a un Dios cruel. No importa, al igual que todos los días repito el proceso de girar sobre mi mismo y poner el primer pie en el suelo; para los supersticiosos diré que hoy lo he cambiado inconscientemente; así, esta mañana toco el parqué sagrado con mi apéndice izquierdo; este primer acto, que para algunos trae mala suerte, se debe a que en el derecho tengo una ampolla por un exceso de caminatas. Ya sé que es absurdo el temor a apoyarme en esta herida, pero ahora no lo comprendo.
Lo que sí entiendo (a pesar de muchos) es que no debo demorarme, el motivo es que esta mañana tengo una entrevista.
Debido a que la lámpara de la mesilla no alumbra lo suficiente, enciendo la lámpara de la habitación. Desde el sonido del reloj hasta lo anterior, pierdo muy poco tiempo. El suficiente para que Lucía haga un esbozo de despertarse; intenta ella alcanzar una verdad a medias, una falsa certeza constituida por la vigilia desnuda de deseos; afortunadamente, vuelve a caer en los brazos de Morfeo tras unos gruñidos inteligibles.
Es percibido el movimiento táctico de mi compañera más por el sonido que por otro sentido; debido esto, sobre todo, a que mis ojos están absortos en los números digitales; ellos revelan las horas dormidas del mismo modo que una bruja intenta adivinarte el destino, y luego te cobra por curar un mal de ojo lanzado por algún vecino envidioso de tu holgazanería; cosas estas que, por otra parte, tu considerabas impropias en unas personas tan recatadas, lo digo tanto por el vecino como por la bruja, pues ambos personajes confluyen hasta ser uno solo.
Por otro lado, parece increíble que se haya acabado la noche, y también que esté en un estado tan deplorable. Mi señora esposa, en cambio, sueña con ángeles llenos de regalos, lo deduzco por la sonrisa inocente que desprende, constituye su felicidad un símbolo detonador de una mina antipersonal hacia mi persona. Aunque su fugaz alegría atenaza las perversiones, no lo hace conscientemente. Su inocencia es falsa y todos los testigos están comprados, este juicio esta condenado a los daños y perjuicios, a las compensaciones fieras que reparte el gran juez de los desatinos. Hay quienes a este pleito le llaman religión y a su voto dirimente hacedor. Para mí no deja de ser una locura en la que el gran amigo superior reparte camisas de fuerza a través de realidades físicas que pronto se tornan psíquicas.
Una realidad cargada de decisiones que no conducen a nada, solo al agobio de seguir por la misma senda de la indiferencia ajena. Y que conste el hecho de que, cuando me dejan, lo intento; a ver si hoy no hay interferencias en la entrevista, y consigo algo que no sea el desprecio y el olvido, a ver si hoy la suerte sale a mi encuentro.
A pesar a mis obligaciones y de que el tiempo apremia, decido tomármelo con calma. Al igual que un gato ausente, estiro el cuerpo decidido a cargar las pilas para un nuevo día. Luego (durante un par de minutos que se estiran como chicles) fijo mi atención en mis nuevos calcetines de ejecutivo. Contradictoriamente, debería haberlos reservado para la entrevista y usar los de lana ayer. No lo hice porque tenía ganas de juerga, hecho que incitaba a calzar algo fino. Lo que ahora calzo es un dolor de cabeza bien incrustado en el cráneo, un dolor que aparece como lógico resultado de los excesos mal medidos. Los calcetines nuevos con su carga de sudor no dejan de ser un detalle insignificante, pero me atraen por su suciedad llena de pecados; a pesar de todo, los lanzo a un lado e intento olvidar.
Mientras contemplaba los calcetines no podía evitar recordar, imprecisamente, los caminos por los que me guiaron a través de la ciudad noctámbula; a través de una urbe que amo como una compañera de cemento a la cual intento bajarle las bragas con chistes y cariño. Busco, a través de mis peculiares trances (trances como quedarme absorto delante de una cerveza o viendo la televisión) el evadirme y encontrar una respuesta a mi pasión por las urbes y su sentido; de esa forma, en la contemplación de unos calcetines, que han acariciado a la vez a mi ser y a mi inanimada amiga, encuentro un equilibrio nihilista para sentirme como un funámbulo en la cuerda floja que separa vigilia y sueño.
Lamentablemente, la conexión con lo etéreo dura poco y todo empieza a dar vueltas; en este vértigo, el retrete parece la única salida; pero decido, en su lugar, el dirigirme hacia la ventana.
Descorro un poco la apertura de la persiana, solo lo suficiente para apagar la lámpara, pero no lo bastante como para despertar a Lucía. La cortina acaba de abrirse con el viento, se desprende de las abrazaderas y flota dentro de la habitación, actúa como un fantasma que comienza a devorar la sombra en la que descansaba. Dirijo mi mirada hacia la calle, pero no veo ninguna persona en la plaza, tampoco en unos alrededores que desprenden un aspecto bastante desvaído, la calle está tan vacía como mi cartera. Solo diviso a lo lejos un vecino que sube una cuesta en pos de un merecido descanso, quizás tras una noche de juerga estudiantil (en este edificio abunda la juventud). Desde esta ventana contemplo una desolación infinita, también la falta de todo movimiento vital y la huida de la noche que serena. Los coches apagan los faros a nuestras intimidades; entre el ronroneo de sus motores, un policía con silbato, se mueve patético; todo se dilapida, nuevas calles, los mismos paisanos.
Desde aquí diviso a mi otra compañera, la gran ciudad vestida con el cemento amigo que envuelve y tergiversa nuestras verdades, al verla recuerdo otros momentos y no puedo evitar soltar un «te quiero» como lo haría con mi principal confidente. Mi mujer no debe haber escuchado mi confesión de pecados a esa entidad con la cual la engaño noche tras noche. Permanece dormida, tal vez debido a un pacto con ciertos espíritus diferentes a los míos; a uno, en cambio, las deidades justicieras con las que trata no le dejan descansar, por mucho que la pasión pida un respiro, y es que el amor a la traición no atiende a súplicas cuando lo que se le pide es un descanso en su placer diario.
Hablando de amantes e intimidades, no ejecutaré el acto canalla de mirar debajo de la cama, pues, aunque tengo dudas, no creo que Lucía sea capaz de ponerme los cuernos. Cuando era pequeño buscaba ladrones, ahora también, pero no de dinero dado que billetes, la verdad, no tengo; así, en lugar de a los cleptómanos materiales, temo más a los raptores sentimentales. Todo se debe a mí lado más pensativo, el muy perro instiga estos celos que dan ansias propietarias, además provoca otras imprecisiones que apoyan la cobardía de mi esposa.