Todo llega. Y el primer desplante de mi hijo ya llegó. Esta mañana, entrábamos al colegio, Bebé Gigante de la manita de Pequeña Foquita que ya ha facturado el carro. Estaban para comérselos (que voy a decir yo que soy su madre). Pero la estampa se ha escacharrao cuando ha aparecido un amigote de Bebé Gigante. Ha soltado la mano de su hermana quien gritaba desconsolada tete a mana, a mana para que volviera a darle la manita. El otro, ni caso. Ha entrado escopeteado por el pasillo y hasta su clase no ha parado. Si no llego a ir corriendo, entra dentro sin despedirse.
Vamos, que Pequeña Foquita y su mamá no existíamos. Nos hemos quedado las dos como dos pánfilas a la puerta de un concierto sin poder ver a nuestro cantante favorito. Le he hecho darme un besito, de lo más forzado, por supuesto, y le he dicho que eso no se hace, salir corriendo sin despedirse de mamá ni Pequeña Foquita... Nada. No sé para que gasto saliva en ciertos momentos que sé que ha dado al click del off de sus oidos.
Me he marchado toda ofendida e indignada porque mi niño del alma había pasado olímpicamente de mí. Pero lo cierto es que debería estar contenta. Hace un tiempo me quejaba porque era el más asocial a muchos kilómetros a la redonda. Incluso me preocupaba que no tuviera algún problema. Y ahora me quejo de lo contrario. Cuando en verdad tendría que alegrarme porque está haciendo una evolución normal.
Siempre he sido la primera en criticar a esas madres super protectoras que dan cierta grima cuando su hijo tiene ya más de 20 años y lo trata como a un bebé.
Tendré que hacer examen de conciencia.