DESPÚES DE LA NOCHE, ANTES DEL ALBA, por Ricardo Gómez López
El sol matinal, que se colaba por entre las cortinas de su habitación, le obligó a abrir los ojos. Con cierto esfuerzo, comenzó a despabilarse hasta ir recobrando poco a poco la lucidez.
Se sentía extraño. Era uno de esos días en que uno se despierta sin saber si es lunes o domingo.
Estaba solo en su casa. Después de levantarse, con la parsimonia que lo haría un sonámbulo, al escuchar las campanas de la iglesia se convenció: era domingo. Entonces decidió arreglarse para ir a misa, tal como lo venía haciendo durante estos últimos meses, producto de un impulso que le resultaba inexplicable.
Mientras se dirigía a la iglesia del barrio con la sensación de ir caminando sobre nubes, no le llamó mayormente la atención que a esa hora las calles se encontraran desiertas.
Cuando ingresó al recinto vio a una anciana solitaria que balbuceaba, con cierta monotonía, el rezo del rosario, frente a un ataúd.
Aquella anciana vestida de negro y con el pelo ceniciento recogido en un moño, era su madre. Se le acercó y la besó en la frente. Ella no reaccionó. Entonces insistió con algunas palabras suaves y cariñosas, pero la mujer permanecía impávida. «Tal vez está muy conmovida…, debe de ser alguien que ella quería mucho». Su curiosidad lo llevó de la mano hasta la ventanilla del ataúd. Al reconocer su propio rostro, se desplomó, sintiendo que un torbellino de nubosidades lo arrastraban hacia las tinieblas.
Sobre su lecho, en mitad de la noche, quejidos que subían en intensidad, emergían desde el fondo de su pesadilla. Un sudor de hielo le bañaba el rostro. Su cuerpo se estremecía como si su alma tratase de romper la estructura ósea, para escapar, lejos de aquellos lamentos que traspasaban sus poros humedecidos por el pánico.
Los quejidos que rebotaban en el techo y en las paredes de su habitación, ululaban hasta caer y deslizarse por el piso quedando convertidos en una alfombra, agonizantes.
Repentinamente despertó en medio de la oscuridad y del eco del último quejido, su mano desesperada tanteó la lámpara de cabecera hasta accionar el interruptor. Junto con la ampolleta de 40 bujías que despertaba a la luz, el terror le gatilló un grito que se le quedó atrapado en el pecho: ¡Se encontraba en el interior de un gigantesco ataúd!
Los quejidos que yacían sobre el piso revivieron con mayor fuerza y comenzaron a ondear por sobre su cabeza: Eran los quejidos de las víctimas de sus violaciones, de sus torturas; de su corvo: Mujeres, hombres masacrados hasta el alma y jóvenes pariendo el dolor antes que la locura. Allí estaban, quejumbrosos, reclamando su ración de justicia, y de paz.
Cayó de rodillas sobre el suave acolchado de aquella funesta cárcel. Cerró sus ojos mientras dos lágrimas rojizas resbalaban hasta su boca. Tapó sus orejas con toda la fuerza que le permitieron sus manos de asesino, mientras el pensamiento aullaba la palabra ¡Nooo!, que se estrellaba dando tumbos en los deslindes del cerebro.
Los quejidos cesaron y el hombre quedó estático. Grandes golpes en los costados del ataúd le animaron a pensar que venían en su rescate. Lentamente aflojó la presión de sus manos a la vez que abría los ojos. Con gran estruendo se desastilló una de las paredes de madera, dejando un boquete por donde asomó la cabeza de un enorme gusano que batía sus mandíbulas en busca de su presa…
Todo volvió a la calma y a la oscuridad. Chasquidos como de ramas desprendiéndose de un árbol y el aullido del viento lamiendo las losas del cementerio, fueron el único epitafio de aquella noche, antes del alba.