
En uno de los últimos días de la primavera de 2003, mientras me preparaba para mi periplo por Evershot, me metí a ver la película La última noche (25th Hour), de Spike Lee, con el fantasma de los atentados del 11-S todavía presente en las calles de Nueva York y en el recuerdo de sus habitantes. Contaba las últimas horas en libertad de un camello, Monty, antes de ingresar en prisión y cambiar su vida para siempre. El recuerdo de un pequeño mundo que pudo tener y se torció, la idea de una posible traición, las conversaciones a corazón abierto con su padre, su novia y sus mejores amigos, los últimos paseos con su perro por el barrio, la fiesta de despedida, el amanecer junto al puente de Brooklyn... y un destino incierto, pero con las puertas abiertas.
Entonces yo ya le estaba dando vueltas a un guion de un tío que huía de su pasado lejos de su ciudad natal pero que éste, como la muerte en el cuento del criado de Ispahán, regresaba para ajustar cuentas. La fuerza compleja y laberíntica de lo inevitable. Muchos años después el guion cambió a novela, los personajes y la acción principal eran ya bastante diferentes pero mantuve algunas cosas de la primera versión, como el nombre de su protagonista, en honor a mi primer sobrino nacido meses antes de aquel viaje.
Poco después de ver la película me compré la novela original de David Benioff y la devoré en unas horas. Junto a Viaje al fin de la noche de Céline, un pequeño diccionario español-inglés de Espasa y una recopilación de textos de Bukowski, fueron los únicos libros que me llevé a Evershot.

«...Tendrían sus propias familias y vendrían a casa durante las vacaciones, con todos sus hijos de pelo oscuro, detrás de ellos. Y uno de esos días (supongamos que fuera el 4 de julio), después de lanzar los fuegos artificiales y llenar de luces el cielo, después de devorar hasta la última mazorca de maíz y cuando la más pequeña hubiese acabado el último trozo de tarta, después de que las madres pusieran a dormir a los bebés y cuando todos se hubieran reunido en el salón, donde están colgadas en las paredes las fotos en blanco y negro de los últimos cuarenta años, las fotos tomadas por Monty —porque la fotografía es su pasatiempo y se ha convertido en un verdadero experto, y aunque sus amigos le insisten en que tendría que organizar una exposición en alguna parte él nunca les hace caso—, él se plantaría ante todos ellos y les contaría una historia. Todos callarían para escuchar, porque el abuelo no suele hablar mucho. Esto es algo muy raro. Los más pequeños, sentados con las piernas cruzadas en el suelo, con los ojos abiertos y las bocas expectantes, lo mirarían de arriba abajo. Sus hijos escucharían atentamente, intercambiando miradas de vez en cuando y sacudiendo la cabeza, porque lo que escuchan parece imposible; pero saben que es verdad, es todo verdad hasta la última palabra. La mujer de Monty los observaría, sin escuchar la historia, porque ya la conoce. Él mismo se la contó la noche antes de la boda. Y le dijo que comprendería si ella no quisiera volver a hablarle, que si ella quería, compraría un billete de autobús y se iría esa misma noche y nunca volvería. Pero su mujer de ojos oscuros lo observaría y recordaría esa noche, y también recodaría lo que ella le respondió: quédate, quédate conmigo. Monty contaría la historia a su familia y el mundo y las cosas, a su alrededor, permanecerían inmóviles, el pitbull en el porche dejaría de ladrar, callarían los grillos y los coyotes y las lechuzas, y Monty contaría su historia, de quién es y de dónde vino un día. Lo contaría todo y luego escucharía el silencio.
¿Lo veis?, preguntaría. ¿Veis la suerte que tenemos de estar aquí? Todo esto, todos vosotros estuvisteis a punto de no existir nunca. Esta vida entera estuvo a punto de no existir nunca».
(Extracto de la novela de Benioff, 25th hour)
"Siamo angeliCon le rughe un po' feroci sugli zigomiForse un po' più stanchi, ma più liberiUrgenti di un amoreChe raggiunge chi lo vuole respirare"(Vita, de Lucio Dalla)