Todos los países de América Latina tienen que afrontar una disyuntiva estratégica en su relación con el todopoderoso vecino del norte, independientemente del tamaño, capacidad económica o ideología política de cada uno de ellos. Ante la inalterable voluntad de EE UU por mantener, cuando no reforzar, su hegemonía en el continente, los países latinos de América no tienen más remedio que apostar por alguna de estas dos posturas: o se alinean con los intereses de la Gran Potencia, sean cuales sean estos en cada coyuntura histórica, o se resisten a su afán imperialista y adoptan un camino propio, más o menos independiente, en defensa de sus particulares intereses nacionales, regionales e internacionales, lo que no evitaría seguir sometidos a la vigilancia, control y presiones del Gobierno norteamericano. No es fácil tomar ninguna decisión de esta alternativa.
Y no es fácil porque la interrelación y dependencia de estas naciones latinoamericanas, en los planos económico, político, comercial, militar e incluso social (migraciones), con EE UU es enorme y difícilmente esquivable, aún menos sustituible. Incluso, la viabilidad como Estado en alguno de ellos ha sido posible, no sólo al empeño de su población por constituirse en entidad soberana, sino a la aquiescencia o interés -o desinterés- de EE UU en favorecerlo. Ejemplos pueden ser Puerto Rico y Panamá, modelos distintos de naciones surgidas con el patrocinio yankie, al “apoyar”, en un caso, su independencia de la España descubridora (y alcanzar algo intermedio entre colonia y plena soberanía: el Estado Libre Asociado) o, en otro caso, “proteger” su construcción nacional (Tratado Mallarino-Bidlack), a cambio de obtener la cesión, administración y defensa del istmo estratégico que une los océanos Atlántico y Pacífico, mediante un canal construido y controlado militarmente -en “garantía de su neutralidad”- por United States of America (USA), naturalmente.
En todos los casos, se trata de relaciones asimétricas y desequilibradas entre una superpotencia y una serie de naciones apenas relevantes que sólo aspiran a no ser engullidas y utilizadas como marionetas por el poderoso coloso del Norte. Un temor latinoamericano y una tentación norteamericana que quedaron expresamente de manifiesto cuando el presidente James Monroe declaró, en 1823, que el continente quedaba fuera del ámbito colonizador de Europa. Es decir, que consideraba a toda América (de norte a sur) solar de exclusiva incumbencia norteamericana, enunciando aquello de “América para los americanos”. Y lo ha demostrado. Desde entonces, EE UU se ha portado con sus vecinos continentales según convenía a sus intereses, dispuesta siempre a intervenir o invadir cualquier país, injerirse en sus asuntos internos (fundamentalmente económicos) o asir los hilos desde la distancia de cuantas guerras, revoluciones, dictaduras y democracias han germinado en esa región del mundo.
El “ojo vigilante” de USA siempre está al acecho detrás de la nuca de los países latinoamericanos. Y sus “marines”, la CIA o las grandes corporaciones transnacionales han sido los instrumentos habituales con los que EE UU ha determinado el destino de cada uno de ellos. Es prolijo, al respecto, el número de invasiones militares (México, Cuba, Haití, Nicaragua, Panamá, Honduras, isla de Grenada, etc.), golpes de estado (Guatemala, Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Uruguay, El Salvador, Brasil, Venezuela, Perú, República Dominicana, etc.) o expolios comerciales (United Fruit Company, Texaco, Chase Manhattan Bank, ITT, etc.) que evidencian la inalterable voluntad hegemonista y hasta imperialista de EE UU en el continente americano.
Viene esto a cuento porque, en la actualidad, tales relaciones desequilibradas siguen practicándose, siempre a favor del vecino del Norte. A pesar del anuncio de Barack Obama de no intervenir en los asuntos de América Latina, expresado en la Cumbre de las Américas de 2015, su sucesor en el cargo retoma las amenazas, las presiones y las injerencias en los asuntos latinoamericanos. Y no me refiero ni a Cuba ni a Venezuela, verdaderos “granos” heréticos en el zapato USA, sino al asalto “yankie” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), cuya presidencia, puesto reservado tradicionalmente durante 60 años a un latinoamericano, acaba de conquistar el candidato seleccionado por Donald Trump, recurriendo a los “apoyos” de sus aliados en la región. No se trata de un hecho baladí ni de una jugada intrascendente. El BID es el principal recurso de financiación para los países de la zona y quien lo dirige establece la orientación de sus inversiones crediticias, fundamentales para el desarrollo regional.
Que, otra vez, consiga EE UU, saltándose normas y equilibrios históricos de la institución, doblegar a su antojo el funcionamiento de tan relevante instrumento financiero regional, es una muestra de su intromisión en los asuntos económicos del área latinoamericana. Es preocupante el interés y la voluntad mostrados por EE UU en controlar un órgano que debe estar enfocado a la atención de las necesidades de inversión y desarrollo de unos países en los que la pobreza y la carencia de infraestructuras lastran su economía. Y, lo que es peor, genera todo tipo de sospechas el hombre de confianza impuesto por Trump, casi en los últimos minutos de su mandato -si no resulta reelegido-, debido a las múltiples pruebas que ha exhibido su Administración en utilizar las instituciones como un arma política, cuando no de socavarlas, desnaturalizarlas o asfixiarlas financieramente (UNESCO, OMC, Pacto el Clima, Consejo de Derechos Humanos de la ONU, OMS, etc.), para la confrontación mundial y la defensa a ultranza de los exclusivos intereses de EE UU y su política proteccionista, aislacionista y unilateralista. Y ello será posible gracias a los votos de una América Latina dividida y desarticulada que no es capaz de mantener un proyecto propio ni una visión conjunta como ente regional no supeditado a los dictados de EE UU.
Es cierto que un número significativo de países latinoamericanos es vulnerable y dependiente de la política comercial y económica de EE UU, puesto que a su mercado dirigen el grueso de sus exportaciones. Pero olvidan o abandonan el propio comercio interregional, al que dedican escasamente el 15 por ciento de sus productos. Ahí radica la fortaleza intervencionista de EE UU. Una fortaleza que también se basa en la debilidad “atomizada” de unos “socios” que no logran articular una mayor integración y convergencia regional que les permita enfrentarse unidos, de “igual a igual”, con el poderoso vecino del Norte.
Es triste, por tanto, que esta oportunidad de reforzar una posición conjunta haya sido desaprovechada, una vez más, al acatar y facilitar la voluntad norteamericana de controlar también el BID. Es sumamente triste porque, aparte de las imposiciones comerciales, económicas, ideológicas, defensivas, sociales y culturales que ya sufre, ahora Hispanoamérica soportará, además, la intromisión USA en la administración de la entidad sobre la que pivota el desarrollo, el crecimiento y el progreso de toda la América hispana en su conjunto. Y todo por culpa de esa incomprensible e inalterable desunión latinoamericana. Y así les va.