(viene de) Apoyada en la proa del barco yo contemplaba el crepúsculo derramándose sobre Chipre, cuya silueta ya se divisaba en lontananza. El bienestar que sentía, además que con la paz que experimentaba en comunión con el mar y el hecho de poder observar una costa mediterránea sin antiestéticos rascacielos ni insostenibles puertos de yates, tenía que ver con la alimentación regular y el descanso más o menos confortable (al menos en comparación con los días pasados) de los que venía disfrutando desde que me embarqué en aquella galera siria en la cual mi comitiva de rescate y yo habíamos encontrado un buen acomodo gracias las riquezas de la Orden. Aunque he de comentar que las perspectiva de hallarme en buenas relaciones con esa gente (contra los cuales tenía que añadir como motivo de aborrecimiento que se suponía que eran los precursores de los banqueros actuales, entidades que concentran la mayoría de los abusos del sistema en el siglo XXI) no me hacía sentir particularmente orgullosa de mí misma. Ni siquiera me tranquilizaba ni hacía que me viera menos como una traidora el saber que prácticamente no me había quedado otro remedio. Pero en aquel momento el tal Guillaume se instaló a mi lado, al parecer con ánimo dicharachero.
-¿Disfrutas del viaje? –me preguntó. Yo había logrado, afortunadamente, que me apeara el tratamiento de cortesía.
-Me gusta el mar –contesté, con la mirada fija en el espectáculo natural-. Tanto como me gusta el desierto. Lo primero tiene una lógica, pues nací muy cerca del Puerto de Barcelona. Lo segundo es más difícil de comprender: tal vez se debe a alguna de mis vidas pasadas.
-Pues lleváis un extraño nombre para ser aragonesa –objetó.
Le eché una mirada de soslayo: estaba segura de que su colega en la milicia le había explicado todos los detalles acerca de mi historia, por lo que no sabía a qué obedecía ese interés a asaetearme de preguntas. Pero pensé que lo mejor era seguirle la corriente.
-No podemos elegir dónde, cómo ni de quién hemos nacido. Pero tal vez sí deberíamos escoger a dónde queremos pertenecer. No me gusta la realidad, y me reservo el derecho de hacerme oriunda de un país de ficción. Que tal vez sea más real que lo que consideramos tangible.
-¿Y en ese país de ficción hay más mujeres como tú? Porque en las tierras que he pisado nunca he conocido a nadie que se te pareciera –siguió indagando. La verdad es que tenía al pobre hombre alucinado perdido.
-No soy una rara avis, Guillaume. Tal vez un poco incómoda para ciertas personas, pero eso no es ningún mérito. Me temo que cualquiera mujer que reivindique un poco de igualdad lo es.
Lanzó una breve carcajada.
-Desde luego que debes serlo. Escuché esa historia acerca del señor de la aldea donde naciste, que se ha tomado como una cuestión personal hacerte volver al redil como si supiera mejor que tú lo que te conviene…
-Para muchos somos eternas menores de edad y lo seremos siempre –concedí-. Pero no te equivoques: hay muchas mujeres como yo. Muchas, muchísimas, innumerables, todas. Tal vez solo se deba a la ceguera de los hombres el que parezcamos invisibles. Por eso mismo, te puedo asegurar, nunca pasaremos a los libros de historia.
-Pero ¿por qué dices eso? –me contestó, asombrado-. Se supone que en el futuro todo será mejor, para todos. Y para todas.
-Tengo buenas razones para afirmarlo –gruñí yo.
-¿Y también buscas el Graal?
Aquel brusco cambio de tema me hizo volverme hacia él. ¿De dónde había sacado eso? No era algo que acostumbrara a comentar, ni siquiera a mi viejo compañero de aventuras. Claro está que no me acuerdo de todas las conversaciones que he mantenido en noches de borrachera… Viendo mi extrañeza, se apresuró a matizar.
-Solo he atado cabos… Camelot, el Graal… Sé leer, y además disfruto con ello. Pero he dado en el clavo, ¿no es así?
-Tal vez mi idea sobre el Graal no sea la que tú crees –advertí yo.
-En cualquier caso, estaría encantado de escucharla…
-… y yo de explicártela –podía esperarse sentado-. Pero tendrá que ser en otra ocasión. Me gustaría dormir algo antes de llegar a tierra. Una vez allí, tendré que desplegar una actividad frenética de entrevistas y preparativos para la vuelta a Barcelona, y me gustaría encontrarme en buena disposición física.
-Tienes razón –accedió-. Descansa, te llamaré cuando arribemos a puerto.
Me despedí y me instalé en mi camarote, contenta de habérmelo quitado de encima y no porque fuera una persona desagradable, que no lo era en absoluto. Pero comprendía que era mejor que cada uno de nosotros se mantuviera en su sitio; estaba segura de que cualquier acto de compenetración con esa gente solo podía traerme problemas, y además de muy diversa índole. La verdad es que para amenizar el viaje me parecía mucho más entretenido charlar con la tripulación (cosa que podía hacer sin temor a suspicacias ya que mantenía mi condición de mujer bien oculta), que por cierto me habían informado de la manera en que los templarios habían exprimido a la población de Chipre con impuestos cuando fueron propietarios de la isla, hacía un siglo, como un Partido Popular cualquiera, o incluso ayudar a que la vida de los pobres condenados que hacían funcionar el barco fuera algo más fácil; al igual que pasará en el futuro, la mayoría estaban pagando con su esfuerzo la desgracia de haber nacido pobres. Y con esas reflexiones me desvestí y me metí en el camastro, para soñar con crepúsculos marinos y desiertos rojos, y también con las retorcidas callejuelas grises, las placitas y las fuentes de mi Barcelona natal. Después de unas horas de reparador sueño, me despertaron unos golpes en la puerta.
-¡Eowyn, hemos llegado! –me avisó Guillaume. Yo di un salto en la cama y me apresuré a pertrecharme para el desembarco. Me inquietaba lo que pudiera encontrar allí, y aunque estaba impaciente por interrogar a mi amigo, no dejaba de contagiárseme el ambiente de decaimiento que venía advirtiendo entre los templarios desde que viajaba en su compañía. No las jerarquías de la Orden, estaba segura, pero sí las bases en la mayoría amaban sinceramente Tierra Santa tanto como yo, y pensaban que su deber era salvarlas para la Cristiandad respetando a sus habitantes, sobre todo a los más desvalidos. Aunque fueran árabes; vamos, igualito que en el 2012. Y para ellos la pérdida casi total de aquellas posesiones les hacía sentir desanimados y decepcionados de la comunidad internacional, ocupada en otros proyectos que ellos creían menos espirituales y más crematísticos. Era patente el aroma a sueño roto, y no podía menos que pensar en otra ilusión quebrada en mil pedazos de la que hacía poco había llegado y a la que suponía no tardaría en volver: el otro mundo posible y necesario del siglo XXI, ahora ahogado entre injusticias, miseria y sangre. Pero sin detenerme más en pensamientos catastróficos, me reuní con mis compañeros de viaje y bajamos a tierra sin mucha dificultad.
Y entonces sucedió. No bien hubimos descargado nuestros enseres y recorrido el corto trecho del camino que nos sacaba del puerto en dirección al oeste, hacia el castillo de Kolosi, cuando algo así como un horrendo cataclismo de proporciones bíblicas se abatió sobre nosotros. Venidas prácticamente de la nada, decenas de sombras, mucho más del doble de nuestro número, cayeron sobre nuestros descuidado grupo armadas con dagas que, surgiendo de la aún semioscuridad, buscaron con lujuria asesina nuestras carnes. Entre aullidos de dolor, oí como Guillaume gritaba…
-¡En guardia, nos atacan!
… aunque era bastante evidente. Vi cómo protegía la espalda apoyándose en el muro de una de las precarias viviendas de los alrededores del puerto para enfrentarse a tres de los asaltantes, cubiertos con ropas tan oscuras como la noche, mientras echaba nerviosas miradas en mi dirección. A la luz de las antorchas, caídas en el suelo, vi que dos de aquellos hijos del demonio se acercaban a mí uno por cada lado apuntándome con las afiladas hojas. Yo me encontraba en una posición mucho más desprotegida que la de Guillaume, que estaba defendiéndose de sus atacantes con valor y efectividad empleando a la vez la daga y la espada; pero entonces se produjo un inexplicable segundo de vacilación en los dos asesinos que me proporcionó un lapso valioso para sacar mi arma, enrollar el brazo izquierdo en mi capa y escurrirme entre ellos: ser de pequeña estatura tiene estas ventajas militares. Yo jugaba con la oscuridad y la luz para esquivarles y sorprenderles, pero desgraciadamente aquellos hombres, grandes y fuertes, daban muestras de ser tan ágiles y flexibles como yo, lo cual no pintaba nada bien para mi futura permanencia en este mundo. ¿De dónde habrían salido?, me preguntaba, entre embate y embate. Su manera de luchar me era totalmente desconocida… si tan solo pudiera averiguar de dónde procedían y deducir su punto débil… En aquel momento, choqué desafortunadamente con otro de los contendientes en liza, que en aquel confuso montón se afanaba en finiquitar al segundo de a bordo de Guillaume y que, al echar el codo hacia atrás para tomar impulso para mejor atacar al desgraciado, me envió metros más allá hasta hacerme dar con mis huesos en tierra, cual si fuera un obstáculo molesto que le impidiera la culminación de la faena. Mi cabeza cubierta por el yelmo chocó pesadamente con las piedras de la calzada y mis agresores se precipitaron hacia mí, puñales en ristre, para acabar con mi malhadada existencia. Pero sucedió algo muy extraño: antes de que todo se nublara en mis ojos, escuché a Guillaume pronunciando mi nombre con desesperación y, de pronto, aquellos extraños sicarios se detuvieron en seco, se miraron y, súbitamente, emprendieron la huida.
Creo que en ningún momento llegué a perder el sentido. Recuerdo que, a partir de ese instante, todo pareció salir de madre: un horrísono sonido de metal combinado con gritos de guerra me hizo darme cuenta de que otros actores se sumaban a la representación, aunque ignoraba si estaban del lado nuestro o en contra. Se armó un revuelo de todos los diablos, pero un tiempo después se elevó un clamor triunfal en varios idiomas. ¿Había terminado? ¿Y a favor de quién? Acto seguido, noté cómo me levantaban y me transportaban en volandas, y un poco más tarde una sensación mullida bajo mi espalda. Las caras veladas de dos mujeres y un hombre anciano se sucedían ante mi turbia mirada. Luz. Un breve, o así me pareció, momento de oscuridad, y cuando abrí los ojos de nuevo pude observar una nueva sucesión de colores cálidos sucediéndose en una ventana que se abría ante mí, a la izquierda: me hallaba en una habitación extensa, decorada con un gusto espartano pero atractivo y bien caldeada por una chimenea que ardía frente a la ventana, al lado de la puerta de entrada; detalles de cuero, terciopelo, un par de bargueños de madera de calidad…. Yo reposaba en un cómodo y amplio lecho, preguntándome si debía mi salvación a una supuesta caballerosidad de los atacantes al saber que era una mujer, o si más bien mi género era lo que iba a provocar mi ruina. Entonces noté que había alguien sentado a mi lado, y ante mi vista empezaron a perfilarse las facciones de un rostro bien conocido.
Desventuras de una indignada: olvidos impuestos
-Eowyn, ¿te encuentras bien? ¿Puedes verme? –preguntó mi viejo amigo ansioso mientras pasaba una mano delante de mis ojos. Yo fije la vista en él con una mueca descontenta, y me incorporé en la cama con dificultad gracias a dolorido cráneo.
-Sí, desgraciadamente puedo ver perfectamente tu fea cara, por todos los demonios del Averno. Gracias a quien sea la muerte no me ha impedido volver a encontrarte para decirte un par de cosas y hacerte suplicar de rodillas el no haberme conocido nunca. ¿Qué es lo que ha pasado aquí? ¿En qué emboscada hemos caído? ¿Quiénes eran esos monstruos? ¿No se suponía que Chipre era un sitio seguro? Maldito seas por siempre, esto era lo único que me faltaba. ¿Sabes en los líos que me has metido mientras tú te beneficiabas a la concubina del Sultán y le robabas sus joyas, o lo que sea que te hayas apropiado y que ha hecho que se cabreara tanto?
El acusado intentó calmarme, haciendo un gesto de tranquilidad con ambas manos.
-Entiendo tu enfado, mi querida amiga. Guillaume me ha explicado todo lo que has tenido que pasar por mi culpa –me alegraba saber que el inquisitivo hermano había sobrevivido, a pesar de todo: realmente, no creí que lo conseguiría-. Pero créeme que en ningún momento pude imaginarme que mis aventuras pudieran afectarte en lo más mínimo. Te hacía tranquila y feliz deshaciendo entuertos por tierras castellanas y aragonesas, o tal vez de vuelta en tu complicado siglo XXI escribiendo en esa máquina endiablada de la que siempre hablas. Y por mi parte, en ningún momento quise apropiarme de nada que no me correspondiera, y menos de una mujer.
Acto seguido, me relató una extrañísima historia de la que, dado mi dolor de cabeza y malestar general, solo entendí lo de su encarcelamiento y posterior liberación por parte de la tal Samira, parte que ya conocía, y lo de que ella le había utilizado para conseguir un objeto en Sidón antes de morir entre sus brazos.
-Lamento lo de esa chica –le dije, sincera-. También, indirectamente, ella me salvó a mí –le expliqué lo de la compañera de Samira, la que me había librado de mis cadenas. No era tan mala como crees, estoy segura –le consolé.
-Eso carece de importancia ahora. Ya pasó. Solo importa que te recuperes cuanto antes. Duerme, más adelante tendremos tiempo de hablar largo y tendido de este asunto. Yo me quedaré contigo hasta que mejores. En realidad no tengo otro remedio, puesto que te he cedido mis aposentos –dijo, guiñándome un ojo.
-Y yo que te lo agradezco, pero ni lo sueñes que voy a dormir ahora –me disponía a levantarme de la cama, combatiendo sus protestas sobre que el médico me había recetado tres días de reposo absoluto y sus intentos de detenerme cuando, después de un par de golpes en la puerta, esta se abrió para dejar paso a Guillaume, que portaba una bandeja en la que se veía una botella de vino y dos copas. Me extrañó que él mismo se encargara de menesteres que solían normalmente dejarse bajo la responsabilidad de subalternos, pero la mirada alegre que nos dirigió y el afecto con que palmeó la espalda de su compañero de orden, me hicieron ver que se trataba de una deferencia personal.
-Un regalo para celebrar vuestro reencuentro: el mejor vino tomado prestado de las bodegas del comendador –dejó la bandeja en una mesita, que acercó empujándola con el pie-. Dejad, yo mismo os serviré. El médico cree que no te hará mal beber moderadamente, Eowyn.
-Y pobre de él que dijera lo contrario –aduje yo-. Ya es bastante fastidioso no poder moverse.
-Gracias, amigo –contestó mi compañero-. Dime, ¿los heridos se están recuperando bien?
-Todos están fuera de peligro –respondió. Y, dirigiéndose a mí-. Los nuestros llegaron a tiempo. Como siempre.
-Lo imaginaba –respondí-. Decid: ¿tenéis idea de quiénes eran esos hombres y qué querían?
Ambos templarios se encogieron de hombres.
-Nuestra ignorancia al respecto rivaliza con la tuya –admitió Guillaume-. Pero lo descubriremos en su momento. Y ahora os dejo solos: tendréis muchas cosas de las que hablar.
Fue inútil nuestra invitación a que compartiera el vino con nosotros. Cuando hubo salido, mi amigo sirvió una copa y me la acercó, y de inmediato llenó la suya. Yo le miraba con detenimiento.
-¿Son muy graves tus heridas? Aparte de un poco más pálido y más lento de movimientos, te veo casi como siempre. Pero no obstante hay algo… Dime: ¿de verdad estás bien?
Me sonrió con bondad.
-No temas. No me ha pasado nada irreparable. Y he mejorado mucho en los últimos días. Debería de haberme librado del médico y el comendador y encargarme yo mismo de tu rescate. Estoy seguro de que todo hubiera sido más rápido y mejor.
Yo solté una carcajada.
-Hubieras llegado tarde, como ellos. Los hombres sois unos inútiles totales cuando tenéis que planear algo que requiera una mínima estrategia… Pero bueno, cuéntame, ¿cómo es la vida en este lugar? ¿Seguro que te gusta habitar en esta reclusión? Me recuerda a un campo de concentración para parados húngaros, y me temo que vuestros jefazos están tan poco cuestionados internacionalmente como el Gobierno de ese país. Al menos mientras no amenacéis el sistema financiero internacional.
-No os cambiado nada, Eowyn –refunfuñó como contestación-. Sigues igual de protestona.
Él sí había cambiado: lo notaba a cada palabra que pronunciaba. Pero no podía averiguar en qué consistía ese cambio. Y eso me preocupaba. Le miré con simpatía.
-Te he echado de menos, cabronazo. Aún no he conocido a nadie que sepa aguantar tal cantidad de alcohol tan inmutablemente como tú –él me estrechó la mano sin responder, con aspecto de ir a soltar la lagrimita-. -Vale, vale, ya basta –le detuve, después de un breve lapso-. Que corra el aire, confianzas las justas, tampoco vamos a emocionarnos ahora.
Sus ojos brillaban con picardía.
-Tienes razón –me sostuvo la mirada unos momentos-. Escucha… me extraña que no sientas curiosidad.
-¿Sobre qué? –fingí ignorancia.
-Vamos, Eowyn…
-Sabes que no creo en estas cosas.
-¿Y tú eres la buscadora del Graal? –se burló amablemente.
-Sabes perfectamente lo que el Graal significa para mí –yo estaba comenzando a perder la paciencia.
-Tal vez cuando lo veas cambiarás de opinión.
Se levantó y comenzó a trastear por la habitación. Yo recliné la cabeza y cerré los ojos en las almohadas: tenía una jaqueca terrible, y cuando esto me sucedía las estupideces tenían el poder de acrecentarla. Sentí que él se acercaba de nuevo.
-Aquí está.
De mala gana, me incorporé de nuevo. Me presentó un cofre y me señaló su interior, una vez abierto. Yo lo observé encogiéndome de hombros.
-¿Y esto que se supone que hace? –pregunté sin inmutarme.
-Eowyn… -me regañó él.
-La sensatez –opuse yo-. Eso es a lo que me refería antes. Y la sensatez no tiene nada que ver con este objeto.
Su mirada dibujó un signo de interrogación. Yo hablé, inicialmente con desgana
-Te lo he contado varias veces. Es eso lo que estoy buscando. Ese peldaño más en nuestra evolución que nos permita dejar atrás nuestras absurdas pulsiones de destrucción y autodestrucción, de codicia absurdamente desatada, de miedo cerval que anula en nosotros cualquier tipo de límites. Que no nos deja preferir una muerte digna a una mala vida. Es algo tan sencillo como esto y se supone que hace mucho tiempo que deberíamos haber llegado a ese punto, pero no ha sucedido, y eso que en este año 1292 ya somos antiguos sobre la Tierra. Y lo peor, tampoco hay visos de que suceda en el siglo XXI; al contrario, cada vez nos hemos alejado más. Esto, tan sencillo y tan imposible, sencillamente la paz, la armonía, el valor y la cooperación, es lo que busco. Pero hace tiempo que sé que somos incapaces; y aún así… no puedo renunciar. Quizá haga falta un cataclismo, no lo sé, para que tomemos conciencia. Algunos pensaron que la crisis económica que comenzó en el 2007 iba a conseguirlo. Pero no. Fue desde el primer momento un invento de unos pocos para lograr todo lo contrario. El empujón final para acabar con lo poco racional que hasta entonces había construido el mundo. Lo siento, querido amigo, tal como están las cosas no puedo aceptar esas tonterías sobre objetos de poder ni oraciones a las potencias celestes ni valores de Semana Santa. En nuestro contexto, todo eso no es más que un hatajo de gilipolleces.
Sus pupilas se volvieron opacas, como si le hubiera hecho asomarse a la oscuridad del centro de la Tierra. No obstante, una luz que centelleaba en el fondo me hizo darme cuenta de que su fe continuaba inquebrantable.
-Te entiendo, Eowyn. Entiendo tu objetivo y tu angustia. Pero hace tiempo que averigüé que esto es real. Créeme, tengo motivos para saberlo. Desde hace mucho tiempo.
Una bombilla se encendió en mi cerebro.
-¿Qué es lo que me estás ocultando?
Él guardó silencio y yo continué, imparable.
-Desde que te vi entrar en aquella taberna de Acre vestido de nuevo con el hábito blanco, más aún cuando supe que tu posición en la Orden no era precisamente la de un mindundi, comprendí que había algo que se me escapaba. Escucha, camarada, hace poco he venido de un mundo donde se engaña y se oculta por miedo y por comodidad, donde no se asumen los errores del pasado, donde se pretende dictar al pueblo qué es lo que tiene que recordar, qué es lo que tiene qué olvidar y cuáles son los derechos que tienen que reivindicar. Me opongo a esa estrategia del miedo y la ocultación, la rechazo frontalmente y te juro que acabaré con ella aunque sea lo último que haga sobre este mundo. Y ahora llego aquí, a este tiempo que, a pesar de su también injusticia y violencia, a veces supone un bálsamo para mis manos cansadas de luchar por imposibles, y me encuentro de que tú, mi más antiguo compañero, la persona en la que depositado mi vida en múltiples ocasiones, practicas también estos métodos que aborrezco. ¿Qué se supone que he de hacer ahora? ¿Convertirte en mi enemigo? No puedo dejar de pensar que me has utilizado. Cuando me decías que había renegado de la Orden, que estabas agotado y que habías perdido la fe ¿fue alguna vez real algo de eso? Siempre te mantuviste en un discreto segundo plano, dejándome la iniciativa de todas nuestras aventuras, de las decisiones acerca de qué encargo escoger y cuál no. Pero ¿qué es lo que estabas tramando a mi espaldas?
Vi su expresión de desconcierto e impotencia, en mitad de un dolor que parecía golpearle en el estómago. Pero no consiguió que me apiadara de él un ápice; ahora yo sabía la verdad.
-Eowyn –alargó la mano hacia mí-, yo jamás he querido mentirte ni utilizarte.
Yo apreté los puños e hice un amago de golpearle. Fue entonces cuando comprendimos que algo estaba comenzando a ponerse realmente mal. Mi brazo se quedó a medio camino de su recorrido, paralizado y sin fuerzas, y volvió a derrumbarse sobre mi cuerpo. Él intentó ayudarme, pero sus manos parecieron tampoco responderle. Nos miramos aterrorizados: todos nuestros miembros, a pesar de los sobrehumanos esfuerzos que estábamos realizando, parecían negarse a seguir las órdenes de nuestros cerebros. Con los dientes apretados por la rabia, caímos sobre la cama, uno al lado del otro, incapaces ya de mantenernos erguidos.
La puerta se abrió y un Guillaume de expresión circunspecta entró en la habitación. El atisbo de esperanza que su entrada nos había ocasionado se heló al ver que iba acompañado de todos los miembros de la comitiva de rescate que no habían sido heridos en la reyerta con los desconocidos vestidos de gris, y que ninguno de ellos se esforzaba en socorrernos; más bien, nos miraban como si aquello fuera el desenlace esperado. Quise gritar, pero ni mi boca podía abrirse ni mi garganta emitir ningún sonido. Una sombra de tristeza cruzó por el rostro de Guillaume mientras se acercaba a nosotros, recogía el cofre y su contenido y lo guardaba bajo su hábito.
-Lo siento, Eowyn. Y lo siento también por ti, compañero. No os preocupéis por los efectos de la sustancia que vertí en vuestro vino, no tienen consecuencias graves y en breve volveréis a sentiros como siempre. Tenía que hacerlo… Eowyn, cuando supe que el Sultán te había encarcelado, intenté resolver las cosas por la vía diplomática y solicité una entrevista con él. Hablamos durante varias horas y me hizo una oferta que no pude rechazar. Una oferta que excede a todo lo que tu imaginación pueda presentarte. Así que pensé en traerte aquí con el propósito de que distrajeras a nuestro común amigo y lograra que sacara el objeto de su escondite, que no había revelado ni al mismísimo maestre y que yo sabía que no podríamos extraérselo ni mediante la tortura, en el caso de que yo hubiese deseado practicársela. El resto sería fácil… Nos disponíamos a sacarte de la prisión cuando vimos lo que habías hecho con el pobre, es un decir, Gustaf; por eso el Sultán no te persiguió, y yo fui el único que robó tus pertenencias de la posada, con vistas a conseguir un salvoconducto hacia tu confianza… He de decir que me sorprendiste gratamente. Si hubiera imaginado mínimamente cómo eras, tal vez nunca hubiera firmado ese pacto. Pero ya estaba hecho.
Las palabras se arrastraron desde mi garganta, envueltas en la rabia más destructiva. Otra vez había sido engañada. De nuevo había caído en la trampa de mi estúpida inocencia y mi imbécil confianza intrínseca en el género humano.
-Te mataré, hijo de puta. Prometo que un día te encontraré y te mataré.
-Y estarías en tu derecho –la tristeza no escapaba del tono de su voz ni de su mirada-. Pero antes me temo que tendrás otras cosas de las que preocuparte. Quiero advertirte de algo: guárdate de Karl y de Gustaf.
-Puedo resolver mis conflictos exlaborales sin tu ayuda, gracias –le escupí.
-No se trata de esto. Ni siquiera de los deseos de venganza que sienten después del lío en el que los metiste con el Sultán. Se trata de otra cosa. De algo mucho más grave. ¿Nunca te ha s preguntado por qué esos dos se cruzaron en tu camino? ¿Lo atribuyes todo a una simple casualidad? Me temo que eres demasiado inteligente como para no haberte hecho algunas preguntas al respecto… -yo callé; desgraciadamente, Guillaume tenía razón-. Lo sabía -manifestó su satisfacción-. Pero no voy a decirte nada. Tendrás que averiguarlo por ti misma. Eso te mantendrá ocupada.
Yo no sabía qué más decir. Ninguna palabra podía definir mi aborrecimiento hacia él. Se volvió hacia la puerta, seguido de su cohorte, pero antes de desaparecer volvió a dirigirse a mí.
-Me llevo un tesoro y os dejo con un tesoro mayor: vuestra amistad y vuestro compromiso con cambiar el mundo. Creo que en realidad os envidio. Cuidaos mutuamente, ambos os los merecéis. Sobre todo tú, Eowyn: por mucho que quieras negarlo, eres única. Ojalá te hubiera conocido en otras circunstancias.
Desapareció tras la puerta y yo me volvía hacia mi compañero: el odio que refulgía en sus ojos, siendo él tan paciente y mesurado, consiguió asustarme. Y encima el traidor de Guillaume había tenido la desfachatez de hacerme destinataria de su estúpido peloteo final: qué estragos puede hacer el sentimiento de culpabilidad, aún en los más viles. Poco a poco sentía que me recuperaba de la inoportuna parálisis provocada por el veneno, y en unos minutos ya volvía a ser dueña del control de mi cuerpo. Tapé a mi amigo con unas pieles de animal que adornaban el lecho, pues temblaba de frío y le estaba costando mucho más recuperarse que a mí, probablemente debido a su mayor edad y tamaño. Pero cuando lo hizo, aquello sucedió de golpe, no gradualmente, como había sido mi caso, y en un momento le vi levantarse y salir disparado hacia la ventana, probablemente a la misma velocidad en que lo hacía cuando tenía quince años. Una vez allí, golpeó el alféizar con ambos puños, infructuosamente.
-Ni siquiera se le divisa ya. ¡Maldito sea él y toda su progenie, si algún día encuentra a una hembra lo suficientemente incauta para que le permita engendrarla! Le mataré con mis propias manos, te lo juro, y no pienso hacerlo de manera rápida.
-Puedes matarle –intervine yo desde la cama. Normalmente solía ser él el encargado de calmarme, mi genio era mucho más vivo que el suyo: pero la verdad es que Guillaume no significaba para mí lo mismo que para él. Comprendía lo hondo de su sentimiento de traición-. Pero no antes de que yo le haga sufrir la más cruel y refinada de las torturas que se me ocurra. En estos momentos creo que no existe nadie vivo a quien odie más que a él, con la excepción de Mas, Rajoy, Rouco Varela, Sarkozy, Merkel, la CEOE, y todos los cómplices de los anteriores. Lo harás –repetí-, pero no te impacientes. Llegará tu momento. Llegará nuestro momento.
Al final su habitual sentido pragmático dominó en él. Se dirigió hacia mí cruzando la habitación a grandes zancadas y se arrodilló a mis pies.
-Eowyn… no puedo decirte más que esto, pero ahora la lucha en la que participábamos se ha transformado. Sus alcances se han hecho mucho más amplios, casi infinitos. Yo sé que no puedo hacerlo solo, y al mismo tiempo no puedo confiar en nadie. Excepto en ti. El tuyo es el único brazo que quiero ver pelando a mi lado, y espero que tu rostro sea el último que vea antes de morir…
Extendí la mano hacia él.
-Sabes que cuentas con todo mi apoyo. Que siempre contarás.
-… pero no puedo ni debo involucrarte en ello. Mi egoísmo lucha con mi conciencia: quisiera verte a mi lado, pero no puedo permitirme que lo hagas. Eowyn, hay muchas cosas que no sabes, muchos secretos de los que tal vez no te recuperarías si los conocieras. No: no voy a arrastrarte a esta locura. Quédate cerca de mí, pero fuera de todo ello.
Yo no podía dar crédito a mis oídos.
-Entonces, ¿cuál quieres que sea mi papel en este asunto? ¿El de simple observadora? ¿El de…? No, no me atrevo a repetir lo que me pasa por la cabeza. ¿Pretendes protegerme? ¿Y de qué, si puede saberse? Después del largo tiempo que hemos pasado juntos, ¿aún quieres tratarme como si fuera una incauta doncellita necesitada del poder y la fuerza de un hombretón?
-¡No intento protegerte porque seas mujer! ¡Lo hago porque te aprecio! -se indignó.
-No me convences -rebatí yo-. No me convences tú, tus fantasías, tus secretos ni tus causas. Sí, es cierto, la batalla en la que participábamos ha ampliado sus alcances hasta límites insospechados, y a eso voy, a seguir en ella. Pero ahora tu lucha no es la mía; yo peleo contra algo real, por muy difuso que parezca, y ya no entiendo, ni en el fondo quieres que entienda, por qué peleas tú.
Guardó silencio. Yo sabía que nada que dijera serviría para hacerle entrar en razón: otro de sus defectos es que era terco como una mula. Una vez me dijo que existían fehacientes pruebas al respecto de que su familia en realidad procedía de Zaragoza. Me lo creí.
-Nuestros caminos se separan aquí –le di la mano, que él estrechó entre las suyas con expresión abatida-. Vuelvo a Barcelona, y quizá al siglo XXI en breve. Sé que no intentarás impedírmelo.
-Volveré a verte –afirmó él, con seguridad.
-En el Infierno –maticé yo-. Búscame un buen lugar si llegas antes que yo, al lado de alguna taberna mefistofélica. Por mi parte haré lo mismo.
Me desasí y le di la espalda. Alguien, tal vez él mismo, había dejado ropa limpia sobre un banco y mis armas reposaban al lado. Me vestí, me equipé y salí por la puerta sin mirar atrás. Entre la hora de maitines y prima había poca actividad en la encomienda y ni siquiera parecía que la huida de Guillaume y los suyos hubiera sido notada. Yo busqué la cocina y tomé prestadas algunas provisiones ante la mirada estupefacta del hermano cocinero, que al parecer hacía mucho que no veía una mujer por sus dominios. Salí, no sin antes darle las gracias, y me dirigí al establo. Rayo Blanco hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza al verme, como si me hubiera estado esperando. Yo monté sobre él y me perdí en la neblina del incipiente amanecer, dejando atrás el bosquecillo que rodeaba la solitaria torre del homenaje, tras las murallas.