Ayer, tras un verano alojado en Torrevieja, tomé café en El Capri. Necesitaba hablar con Peter sobre la cuestión catalana. Peter, por si no lo saben, nació en Sevilla pero, por cuestiones laborales, emigró a Catalunya. Tras varias décadas de camarero en un garito de Barcelona, decidió abrir un bar en los intramuros de mi pueblo. De su estancia en las tierras de Pujol, me contaba que siempre se sintió como un bárbaro en tierra de romanos. Se sentía así, queridísimos lectores, porque muchos catalanes le miraraban por encima del hombro por su acento andaluz. Tanto es así, que algunos ni siquiera frecuentaban el garito porque les incomodaba horrores - según Peter - que un español les sirviera el carajillo. Me contaba que Catalunya era un mundo aparte, una tierra distinta al folklore de Sevilla, al buen vino, al jamón y a la peineta.
Ese carácter diferente de los vascos y catalanes ha sido, como saben, objeto de brotes separatistas desde los tiempos republicanos. Brotes, como les digo, que de alguna manera han sido apagados por Aznar y González mediante prerrogativas territoriales a cambio de alianzas parlamentarias. Hoy, las circunstancias han cambiado; la aritmética del hemiciclo impide a los nacionalistas fortalecer sus muros con el cemento de sus vecinos. Desde los tiempos de Artur Mas, el catalanismo ha pasado de ser una cuestión de despacho a un problema de la calle. Un problema, queridísimos lectores, fomentado desde arriba para consolidar las fuerzas independentistas en detrimento de los partidos unitarios. A día de hoy, el objetivo - para bien o para mal - se está consiguiendo. Hoy, me decía Peter, hay más catalanes de pedigrí que en sus tiempos de garito. Más catalanes, como les digo, que creen en la utopía de una Catalunya libre e indepediente.
Digo utopía, estimadas señoras y señores, porque nuestra Constitución es tan rígida que el corazón social es poco probable que venza a la razón legal. El Estado de Derecho tiene instrumentos suficientes para impedir que el sueño de Puigdemont se haga realidad. Ahora bien, aunque Catalunya choque de manera frontal con "el muro de Madrid", lo cierto y verdad, es que la construcción del sentimiento es casi imposible de frenar. El odio de los de dentro hacia los de fuera estimula, cada vez más, el populismo catalán. Un populismo, similar al de Trump, que sirve a las élites separatistas para conseguir "clientelismo electoral", a costa de tapar los "problemas de verdad". Se realice o no el referéndum, lo cierto y verdad, es que el armamento legal está siendo cada vez menos eficaz para frenar el "Irma" catalán. Así las cosas, los argumentos de Rajoy, Sánchez y demás caen en un saco roto. Caen en saco roto, como les digo, porque detrás de las posibles sanciones el día después del 1-O se esconde la construcción de una emoción.
Ante esta situación, más política que jurídica, solo cabe la "erosión" del sentimiento independentista. Erosionar la "nacionalidad" no es tarea fácil. No lo es porque tras la frustración del "querer y no poder" viene la tensión, el odio y la agresividad. Una tensión que recuerda a los conflictos interculturales que padecen, desde hace medio siglo, algunos países cercanos. Por ello, queridísimos lectores, aunque tengamos la tranquilidad que nos proporciona un Estado de Derecho fuerte, nadie puede frenar el odio, el amor, la tristeza y, por qué no, el sentimiento de pertenencia a una tierra, a un lugar. Por ello, hoy por hoy, el separatismo está más vivo que nunca. Lo está porque Puigdemont ha ido más allá que Artur Mas y lo está, auque a muchos nos moleste, porque el Brexit, el Trumpismo y el Lepenismo han avivado la llama del nacionalismo. Estamos ante un problema que no se soluciona con penas y sanciones económicas sino con pedagogía y sentido común. Algo, hoy por hoy, difícil de conseguir.