Los poderes consuetudinarios poseen raíces más profundas que aquellos que se asientan en las frías fuentes del derecho positivo. Sabrán bien a qué me refiero si pongo como ejemplos explícitos de este tipo de legitimidad a instituciones legendarias como la Iglesia o la Monarquía. En un principio, ambas compartían su génesis y justificación en el comodín de Dios como garante de sus bondades. Con el paso del tiempo, al abrigo de la Ilustración, el poder temporal tuvo que admitir la inconsistencia de lo sobrenatural como principio de verificabilidad de la autoridad sobre sus súbditos. Fue entonces cuando se sustituyó el concepto de Dios por el de Naturaleza como causa y fuente del derecho. La legitimidad del poder monárquico no se asentaría desde entonces en Dios sino en la naturaleza humana. Ninguna fuente externa al ser humano podía justificar el derecho que poseen uno o varios individuos a mandar sobre otros. Sin embargo, no todos los politólogos compartían igual criterio acerca de qué se supone que es o no la naturaleza humana. Unos afirmaban que es natural que el ser humano obedezca a un solo individuo en el que se concentre todo el poder político, aunque ya no podamos estar seguro de que sea el mismísimo Dios quien avale su apoyo popular. Otros, más reticentes a dejar tanta responsabilidad en un solo hombre, se decantaron por reformar el sistema político, debilitando el poder del monarca en favor de la figura de un Parlamento, génesis de nuestro actual sistema democrático. Los franceses, más radicales, decidieron cortar por lo sano y reducir la representatividad política a la figura del servidor público profesional, ciudadanos ejemplares de la República. Otros países, como España, optamos por hacer compatible el nuevo orden democrático con la presencia de poderes tradicionales como la Monarquía o la Iglesia. El monarca en nuestro orden constitucional pasa a convertirse en un jefe de Estado reciclado como moderador, árbitro y símbolo de la unidad nacional. El resto de tareas se delegan en los tres poderes del Estado, legitimados por la soberanía popular y refrendados por la Constitución.
Los ciudadanos que vivimos en democracia sabemos que, a menos que las cosas se pongan feas, el rey -jefe de las Fuerzas Armadas- se limita a ejercer de secundario con solera. La monarquía es como ese hermano mayor que, mientras no nos quede más remedio, se mantiene en la sombra, dejando que la muchachada conviva en amor y compaña. Sabemos que está ahí, pero no hace demasiado ruido como para notar su presencia. Sin embargo, las cualidades metafísicas del poder monárquico permanecen intactas, manteniéndose en la ciudadanía (ex súbditos) una especie de silente reverencia hacia todo lo que huela a corona. El avance de las nuevas tecnologías de la información no ha hecho sino potenciar esta fidelidad atávica. Cuando la monarquía era absoluta, el pueblo podía despotricar a media voz los defectos de su gerencia. Hoy, la Corona no gobierna, no dicta impuestos, no hace bajar o subir el paro, no imparte justicia; por lo tanto, no puede ser sometida a un control de testeo, está exenta de falsabilidad. Su infalibilidad es similar a la del Papa, opera en un plano extrasensorial, alérgico a la contrastación empírica. No posee una entidad sometida a las leyes de la física clásica, solo debe aparentar que está, flotar de vez en cuando a modo de plancton alrededor del fuero mediático y poco más. Sin embargo, esto no significa que no posea pregnancia en el imaginario colectivo. Todo lo contrario, como cualquier poder consuetudinario, se asienta con firmeza licuándose a través las emociones primarias de la ciudadanía. En esto comparte sintomatología con la religión.
Quizá sea ésta la razón por la que a muchos ciudadanos les resulte atractivo contemplar escenas cotidianas de la familia real, solazándose, asistiendo a actos públicos o dejándose ver por calles y avenidas ante las masas entusiastas. La imagen es similar al tributo emocional que la soldadesca adolescente paga religiosamente a sus héroes del entertainment en los conciertos multitudinarios, o el chute de adrenalina espiritual que invade a miles de correligionarios ante la plaza de San Pedro cuando asoma desde el balcón la figura del pontífice. Por alguna razón infusa, los seres humanos necesitamos pensar que existe no solo algo inmaterial, eterno y omnipotente, sino también alguien que está por encima de las contingencias que padecemos el resto de mortales; sentir la ingravidez de la inmortalidad en iconos de carne y hueso. Así, cuando contemplamos cómo estos seres pluscuamperfectos se rebajan, en un acto de humildad y sacrificio hacia su pueblo, habitando los espacios comunes entre la ciudadanía, realizando labores prosaicas y, aún así, sonriendo con estoica empatía, nos embriaga involuntariamente un ardoroso sentimiento de pertenencia y comunión.
Por otro lado, si lo pensamos bien, la trágica vida de los monarcas, atados a la pesada losa de su cargo vitalicio, no debiera provocarnos ninguna envidia. Como intuía madame Yourcenar, la eternidad tiene envidia de los mortales.
Ramón Besonías Román