Sin embargo, firmar la paz no siempre supone poner fin a los problemas que hicieron que se rompiera y la idea de reintegrar Portugal a la Monarquía de España siguió presente, aunque de forma velada, entre los miembros del Consejo de Estado. Había por aquellos años quien recordaba que ni Carlos V ni Felipe II habían entendido poderse llamar "reyes de España" sin incluir las armas de Portugal en su Corona y quien apremiaba a los embajadores que ahora se dirigían a la corte del viejo enemigo a estar alerta por si una revuelta, un golpe fortuito, pudiese devolver Portugal del mismo modo que se había ido.
Pedro II de Portugal
En Lisboa no las tenían todas consigo con esta cosa de la paz. Preocupaba allí la presencia de "fidalgos" que se mostraban excesivamente amigos de la Monarquía católica y, sobre todo, que en Madrid no hubiesen dejado de utilizar los símbolos lusos en monedas, cartas y otros documentos, o que en el epistolario, Carlos II se entitulase rey de Portugal. Sí, lo hacía a menudo aunque es difícil saber si, tras ello, se escondían "simples descuidos", como aseguraban los españoles, o verdaderas intenciones. Así las cosas, las relaciones entre ambas cortes se mantuvieron en una calma tensa durante treinta años y, poco a poco, Pedro II de Portugal, que había alcanzado el poder tras apartar a su hermano Alfonso VI antes de la paz de 1668, pero que no se había coronado como tal hasta el fallecimiento de éste en la década de 1680, fue ganando en confianza. Se creció tanto que incluso cuando la muerte sin sucesión de Carlos II se aproximaba, no dudó en postularse como un candidato a ocupar el trono de Madrid. Era una entelequia, habida cuenta las pretensiones de Luis XIV y el Emperador, pero merece la pena transcribir un panfleto que se distribuyó por Madrid por aquél entonces haciendo propaganda de las virtudes de Pedro II: "El rey D. Pedro no sólo es español por ser portugués, sino por tener sangre castellana en su corazón". Cómo habían cambiado las tornas en treinta años.