
La derrota de Dexter a lo largo de las últimas temporadas se ha visto acrecentada con la aparición de personajes secundarios poco interesantes (Quinn es uno de los más sosos que se han visto en toda la serie), la involución de otros (lo que han hecho con Masuka es imperdonable, pasando de ser el contrapunto cómico a convertirse en un personaje insoportable e inútil) o la introducción de antagonistas que no estaban a la altura de los Brian Mosser, Miguel Prado o Trinity de las primeras temporadas. En esta última, la aparición de la inmensa Charlotte Rampling parecía un buen efecto de guión que finalmente ha acabado en recurso narrativo escaso.
Si Dexter ha mantenido una fiel audiencia es por el poder cautivador del personaje y por ende de su actor protagonista, Michael C. Hall. Aunque sus monólogos en off han ido perdiendo potencia, y la presencia de su padre subconsciente ha acabado haciéndose residual, siempre se ha conseguido mantener esa empatía por el personaje que nos ha hecho mantenernos atentos en cada capítulo, aunque estos hayan ido pasando sin pena ni gloria.

Las comparaciones son odiosas, pero Dexter tiene que aguantar encima que se le compare con el inmenso trabajo de guión que han realizado los responsables de Breaking bad. Pero es lo que hay. La trayectoria de ambas series ha sido inversamente proporcional. Si la segunda se despide con cifras de audiencia que Vince Gilligan nunca se hubiera imaginado y el colofón del premio Emmy, la primera ha ido perdiendo fuelle en audiencia y en prestigio. Y tampoco hay que negar que alguna temporada de Breaking bad ha sido cuanto menos anodina. Pero su ventaja clara es que el interés ha ido in crescendo. Y que no es lo mismo acabar en cinco años que en ocho.
Dexter tampoco puede quejarse. A pesar de la competencia (Breaking bad dobló su índice de audiencia), ha logrado que su último episodio sea el más visto de toda la serie. Y eso en una cadena como Showtime es un logro encomiable.