Revista Viajes

Día 24: El desierto

Por Marikaheiki

 desierto

Poco a poco se va desgranando este desafío. Me parece lo más natural del mundo sentarme a escribir cada día un rato y dedicarle este tiempo de inmersión en las palabras. En estos veinticuatro días me he dado cuenta de que sí es posible controlar la velocidad del tiempo: eso es lo que hago al escribir. Ahora miro hacia atrás y me parece que pasaron mil siglos desde que comencé. Y mil más desde que empezó toda esta locura. ¿Será la hiperconsciencia la que me hace relativizarlo todo tanto? Será.

Ayer fue el día del veo veo. ¿Lo leíste ya? Me gustó que todos compartiéramos trocitos de nuestros recuerdos. Leí sobre infancias, sobre lluvia, sobre pasteles, sobre ciudades, sobre abuelas, sobre viajes imaginarios. Aprendí palabras nuevas, conceptos, sensaciones. Compartí. Me  pareció que el hecho de que un montón de personitas que no se conocen se propusieran regalarse cosas así, tan íntimas como son los recuerdos, era muy grande, muy grande. Y al terminar empiezo a pensar en los míos propios y sobre todo en sus protagonistas, y me apetece volver atrás y regresar a las tardes de barrio repitiendo las mismas bromas desde que éramos todavía niñitas y también quiero volver a viajar en tren como aquella vez que nos echamos al mundo sin pensarlo demasiado, y me apetece volver a Bruselas y a esos últimos días de mayo, cuando intuíamos que el final no estaba tan cerca, sino la eternidad. Ay, me pongo mimosa. Me pongo tierna porque fue tan lindo vivirlo y eso crea vínculos y construye puentes enormes entre nosotros, de esos que no se rompen nunca.

Hoy volvió la morriña. Hablé con D. y reconocíamos que estas bombas mentales que hacemos siempre, de cuando algo no nos gusta, olvidarlo y no hay más, no eran sanas: así estamos dejando que las cosas se pasen sin que las sintamos de verdad. ¿Por qué no llorarlo? ¿Comunicarlo? ¿Por qué no tener días de luto cuando las cosas ya no nos llenan y tenemos que dejarlas atrás?

Aunque siempre me gustó pensar que nada termina: solo comienza otra etapa. [Pensamiento posterior: y después del desafío, ¿qué vendrá?]

Me apetece perderme en la playa de donde sea, como hacíamos en nuestros viajes. Primero las risas, después la filosofía, más allá la noche. Este año no habrá viaje como siempre lo hubo, y por eso nos escuecen tanto los hombros de no ponernos la mochila un año más. Este año, cada una tiene un plan. El mío me lleva al desierto Blanco y al mar Rojo (qué grandes los que se inventaron que los lugares se llamaran como colores, eso también es sinestesia), y desearía tanto que ellas también vinieran, para descubrir el desierto de las tormentas de arena. Ah, el desierto. ¿Nunca hablé de él antes? Ese sí que es un aroma que te recorre toda la piel: pone en marcha todos los sentidos, se nota picar, se ve enorme, no hay punto de fuga en el paisaje desértico, no hay fronteras. Imagínate que la tierra pudiera continuar hasta el infinito, y fuera toda de ese color dorado que solo puede existir después de haber permanecido bajo el sol desde el origen de los tiempos.  Y cuando coges la arena entre los dedos te das cuenta de que es única, aunque cubra superficies gigantescas, que cada grano es tan personal, extraño y multifacético como cada uno de nosotros. Amo el desierto. Creo que en ningún otro sitio se siente esa… ¿solitud? No es la palabra.

Es algo parecido a la libertad más pura: no existen reglas ni tiempos. No existe nada más que el día y la noche y también la luna, pero en todo caso no nosotros.

Ah, el desierto.


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