Revista Viajes

Día 29 – Kalimantán

Por Marikaheiki

¿Conoces esa sensación cuando te despiertas con una idea fija en la cabeza y no puedes sacártela de encima? Hace unos días de repente mis labios dijeron: Kalimantán. Y esta mañana me despierto pensando en ese lugar, sin recordar dónde se encuentra ni cuál es el vínculo que nos une, ni por qué oigo su voz en mis sueños.

Donde trabajo tenemos un mapa gigante en la pared. Me he pasado una hora buscando esa palabra mágica. Sabía más o menos por dónde comenzar a buscar, ¿o es que a ti no te sabe también a tierra mojada, a selva, a los atronadores silbidos de los animales cuando se sienten libres? Primero Malasia, después Papúa. Al final Borneo, y doy con ello: Kalimantán, Kalimantán. Un Kalimantán que nunca llevará tilde pero a mí me sale ponérselo. Es un Kalimantán que aún no existe porque yo lo estoy creando.

Queda un día más. Esta es solamente la antesala de un fin previsto pero nada asimilado. Si soy sincera,  sí, necesito ese respiro, para volver a organizar todo lo que se me ha desbaratado por dentro este último mes. Para volver a la lectura y para a cultivar otras emociones más epidérmicas y menos mentales. Llegó el momento de ese fin que no es un fin, sino algo más que un comienzo. Tengo la sensación de haber estado azotada por el huracán todo este tiempo: fue eterno (y eso es lo que me gusta, que lo viví tan intensamente, porque cada día he estado obligada a sentirme viva) y a la vez pasó volando, un mes ya, ¡y un sólo mes de doce! El tiempo muchas veces va a su bola y yo no sé seguirle el ritmo.

Kalimantán, Kalimantán. Aún no dejo de pensarte. Imagino perfectamente cómo eres, porque conozco a tus islas hermanas. Te imagino marrón, te imagino verde, pero nunca azul. Te imagino roja, te imagino negra, pero nunca amarilla. Y hueles a eucalipto y al pelo mojado de los orangutanes. Kalimantán.

Cuando pensé en llegar hasta Indonesia y planifiqué la ruta, me dije que prefería las islas del sur que las del norte, pero ahora tengo la impresión de que he de volver a Kalimantán, porque me llama con su voz ronca. Dilo en alto. Kalimantán. ¿Cómo suena? Es una delicia.

Al regresar en el avión venía cristalizando las emociones de lo que fue un gran viaje. Estar tanto tiempo sola (sola en pensamiento, aunque nunca lo estuviera realmente) me hacía darme cuenta de muchas cosas. Una de ellas fue descubrir que me había erigido para mí misma y para el resto como un ser hiperfuerte, de los que nunca son vencidos, de los que no muestran nunca una debilidad, solo por si acaso contraatacan. Fue curioso porque fue entonces cuando yo misma empecé a  tirarme piedras, a buscar las fisuras por las que dejar escapar todo el magma que había convertido en mi poder secreto, toda mi fuerza. Al principio tuve compasión de mí: estaba derribando una de mis verdades fundamentales, la más enraizada, y sentí asco y luego pena, pero luego acepté.Y fue bueno. Al regresar a Madrid me encontraba un poco como vacía, como si debiera volver a reconstruir un Ministerio en mi cabeza que dictara las órdenes que guían la ruta. Entonces descubrí que Jung me hablaba en sus libros y en sus teorías de cómo volver a llenarme y descubrirme, y aquí estoy ahora, reconociendo el proceso de nuevo, porque la maquinaria ha vuelto a ponerse en marcha. Una vuelta más a la ruleta y en la próxima vez soy el 36.

¿Y si ahora me apetece otra cosa? Me apetece evolucionar otra vez. Derribarme y arrodillarme de nuevo. ¿Y si se pasó el tiempo de ser una, solo una?

A mí no me gustan las despedidas. En Asia aprendí a tomarme un adiós como si fuera un momento al baño y fuera a volver después. Aprendí a no tener vínculos. Aprendí a moverme a ciegas en el espacio en el que uno se encuentra con los demás. Quizá esa es mi nueva barrera, la nueva verdad fundamental que tengo que cargarme: que seguimos existiendo aun cuando ya no estamos en el horizonte.

Nos vemos. Tú y yo.  En Kalimantán.

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