Hace poco más de dos semanas me realizaron una histerectomía total con extirpación de ovarios. Aún estoy recuperándome, por ahora de la parte física. La parte emocional la tengo guardada en un rincón, esperando a ser abordada.
El motivo que me llevo a la toma de esta decisión fue una endometriosis profunda que me redujo a un montón de miedos y dolores. No había día ni noche, planes ni ilusiones. Sólo una lucha continua contra el tiempo. Intentar cumplir con todos mis quehaceres y ser productiva a cada minuto, mientras a la vez deseaba que pasara ya el día, aún sabiendo que no había un fin real. No era el día lo que quería que acabará, era el sufrimiento que adhería los días entre sí, privandome de días, semanas, meses… Privandome de vida.
Así que cuando me planteé, con apenas 34 años, acabar con todo y operarme, no era un acabar en mi mente, era una apuesta desesperada por un renacer.
Y así lo hice. ¿Si había miedo? – Por supuesto. ¿Si había pena? – Demasiada. Pero había también un atisbo de esperanza que me hacía seguir hacia delante y pensar que era posible cambiar mi destino de dolor y soledad. Soledad que sólo conocen aquellos que se enfrentan al dolor, sabiéndolo que no hay cantidad de caricias que puedan penetrar en esos muros de soledad que te has construido, donde aguardas el próximo combate con desolación, pues sabes que nadie puede librarlo por tí.
Y sobre todo había esperanza. Esperanza en poder ser quien quería ser, una versión más real, un activo de mi mundo. Ser mejor madre, pues tengo la maravillosa fortuna de tener una hija que adoro, un faro en mitad de toda esta niebla, que me mantenía unida a mi cuerpo alejando del todo cualquier deseo de no pertenecer a él. Ser mejor esposa, de esas cariñosas y apasionadas, de las reguñonas y picajosas, de las entregadas y hacendosas, de las alocadas y despreocupadas. De todas a la vez, pudiendo reaccionar sin pensar, sin temer en gastar demasiada energía para cuando viviera otro dolor agudo, otra crisis desoladora.
Y ahora estoy en la presala, recuperándome, curando las cicatrices y esperando el pistoletazo de salida que me indique que puedo volver. Es una sensación extraña, pues sigue habiendo dolor, pero también hay tranquilidad, pues sé que esas malas sensaciones tienen fecha de caducidad. Y es como asomarte al abismo, con tantas posibilidades para elegir que me embriaga. Puedo, desde no hacer nada a hacer todo, hacer deporte o no, tener mucha vida social o ninguna; y todo me parece bien. Es tan simple que es complicado, pero así es.
El vivir con salud es un gran regalo que no valoramos. Y agradezco a mi cuerpo hacer aguantado tanto y haberme llevado hasta aquí, donde las cosas simples, donde el día a día me colma de paz y alegría.
Y no todo es tan sencillo, por supuesto. Bueno, en realidad sí lo es, aunque aún no he llegado a ese punto. Pero cuando he comenzado el relato he dicho que la parte emocional la tengo en un rincón esperamos a ser sanada o al menos revisada. Cuando empecé con todas las pruebas de anestesista etc, típicas antes de una operación, me decían: – ¿Tienes claro que te van a quitar la matriz?… Y eso me hacía entremecerme. Claro que lo sabía, pero me hacía sentir una gran sensación de vacío. Era un precio alto el que tenía que pagar por supuesto, pero no veía otra opción posible.
Después llegó el día de la operación, con sus tres noches en el hospital, las cuales no narraré por evitar recuerdos dolorosos innecesarios.
Y unos cuantos días más me llevaron hasta este preciso momento, donde aún no sé si me derrumbaré psicológicamente o no. Antes de la operación no sabía si tendría un sentimiento de pérdida o vacío tras la intervención. Y sí, lo siento a nivel visceral. Me noto extraña, pues todo está recolocándose y cicatrizando. Y me recuerda un poco al parto, a como se comportaba mi cuerpo y qué sensaciones tenía; salvo que de ahí saqué lo más maravilloso de mi vida, mi hija, y de aquí no hay nacimiento, más bien lo contrario. Sé que es un momento crucial, en el que puedo verlo como una mutilación, una perdida de mi parte más femenina, donde me despido de una manera drástica de mis ciclos y la posibilidad de volver a engendrar vida. Pero, por el contrario, también puedo verlo como un nacimiento, el resurgir del ave Fénix que habita en mí. Que me empuja a levantarme, a librar mil guerras con el fin de existir y ser quien todos merecemos ser. Seres libres con potestad a elegir, sin que sea tan visible la espada de Damocles pendiendo sobre nuestras cabezas. Y ojalá que tenga la fuerza, o que las hormonas jueguen a mí favor, y lo vea, y lo sienta como una liberación. Que agradezca lo que fue y me despoje sin pesar de una parte de mí que ya no servía. Pero de ser al contrario y una gran tristeza se apodere de mí, sé que también estará bien, pues a estas alturas del partido me resultaría absurdo negarme a mi misma. Soy cuerpo y soy mente, y muy posiblemente soy alma. Soy lo que soy y no hay motivo para mí censura, si he de tornarme gris, sé que saldré de esa también. El tiempo dirá cómo va mi resurgir a la vida. Mientras tanto día a día.