Tenho mais almas que uma.
Há mais eus do que eu mesmo.
Existo todavia
indiferente a todos.
Faço-os calar: eu falo.
Ricardo Reis,
heterónimo de Fernando Pessoa
Tuvo que aguardar a que el sepulturero apagara la luz de la habitación de la casa que tenía a la entrada del cementerio y que el ayuntamiento le cedía mientras estuviera en el ejercicio de su profesión. Todavía esperó una hora más, hasta asegurarse de que dormía profundamente. Tiró un par de piedras para hacer ruido con el fin de comprobar que efectivamente dormía. Cuando se aseguró que no había reacción alguna al ruido de las piedras, buscó la parte de la tapia que solía usar para saltar dentro del cementerio. Tenía unos huecos suficientes para apoyar la punta del pie y, con un ligero impulso, agarrarse a la parte alta de la tapia, el resto era cuestión de una mezcla de maña, fuerza y costumbre. Saltó adentro del camposanto y se quedó un rato quieto y agachado, comprobando que el ligero ruido, producto de la caída, no despertaba al sepulturero. Luego, comenzó a caminar, despacio y semiagachado, tratando de orientarse a la escasa luz de la noche, que hoy estaba especialmente oscura. Dejó atrás los panteones de la entrada. Avanzó entre varios pasillos de nichos y empezó a agobiarse. Siempre le pasaba lo mismo, le parecía que andaba entre nichos y siempre eran los mismos, como cuando en un bosque empiezas a dar vueltas en círculos y al final te das cuenta de que ese árbol, con el tronco en forma de arquero agachado, es la quinta vez que lo ves. Pues así se sentía él entre los callejones de nichos, con el agravante de que se repetía, ad infinítum, el: “tus padres no te olvidan”, “te fuiste demasiado pronto” o “¡qué desgarrador silencio!, por lo que siempre dudaba si ya había pasado por ahí o no. Por fin consiguió salir de entre los nichos y llegó a la zona de las tumbas, que era su destino. Trató de orientarse pero no hubo manera; la oscuridad era casi absoluta; sólo permitía distinguir las siluetas muy difuminadas de las lápidas y las cruces y aunque aquí no existía la uniformidad de los nichos, lo cierto es que hasta que no estabas delante de una lápida, no podías ver su forma real y, mucho menos, el texto que contenía. Así que no le quedó más remedio que ir tumba por tumba, mirando y leyendo a quien pertenecía, con la premura de que en cualquier momento, la luna aparecería de detrás de una de las muchas nubes que la ocultaban, y estando, como estaba, en la fase de plenilunio, se iluminaría todo como en una verbena, quedando a merced de cualquier par de ojos, vivos o no, que quisieran mirarle. De pronto, y cuando más nervioso, eufemismo de aterrorizado, estaba, encontró la tumba que andaba buscando:
Güelmi Norime
1548 – 1621
Requiescat in pace
Respiró profundamente y una vez más pensó que, a pesar de llevar más de trescientos años saliendo de paseo el día de difuntos, el regreso siempre era una aventura.