(JCR)
Maxim murió en Bangui hace dos años cuando acababa de cumplir los 49. Esta mañana del día de Todos los Santos, después de la misa, he acompañado a su hermana, Rosalie, con el marido de ésta y una de sus hijas al cementerio de Ouango, situado a las afueras de la capital centroafricana. Como en muchas partes del mundo, aquí también es costumbre que la gente visite las tumbas de sus seres queridos el día de Todos los Santos.
Ouango es uno de los barrios periféricos, situado a orillas del río Oubangui, que da nombre a la capital de este país. En él habitan sobre todo personas de las etnias Banda y Yakoma. A esta última pertenecía el antiguo presidente André Kolingba, y cuando el presidente que le sucedió, Ange-Félix Patassé, estuvo a punto de ser derrocado por una rebelión en 2002, Patassé llamó en su ayuda a su amigo el congoleño Jean Pierre Bemba. Del otro lado del Oubangui acudieron cientos de sus milicianos, muchos de ellos adolescentes drogados, que se enseñaron contra los habitantes de este barrio, sospechosos de ser simpatizantes de quienes intentaron entonces hacerse con el poder. También este año, tras la toma del poder por parte de los insurgentes de la Seleka, la gente de Ouango ha sufrido numerosos atropellos y abusos por parte de los milicianos. La última vez que fui allí, en julio, había numerosos hombres en uniforme y con fusil. Hoy apenas se veía algún militar, y la gente del barrio parecía bastante más relajada.
En el cementerio había numerosas personas con azadas y machetes quitando los hierbajos y adecentando las tumbas. Un grupo de jóvenes intentaba, no con muy buenos modales, ofrecer –más bien imponer- sus servicios a los que, llegados en coche, parecían tener dinero para poder pagarles. Nos costó varios minutos de paciencia conseguir que dejaran de tener interés en nosotros.
En la tumba de Maxim había flores, una naranja, un mango y un plátano. Me llamó la atención que sus familiares se tomaron incluso la molestia de dejar la naranja ya pelada. “Entre nosotros es costumbre llevar a los difuntos algo de la comida que les gustaba, y mi cuñado comía mucha fruta”, me aclaró el marido de Rosalie. En otras tumbas vecinas algunas mujeres depositaban, junto con las flores, cuencos de arroz cocido o bolas de polenta de harina de mandioca. Cada pueblo tiene su manera de expresar su cariño y su vínculo con los muertos, y en África la gente suele tener una gran creencia en que ellos siguen vivos y tienen influencia en sus asuntos cotidianos, aunque a veces es difícil encontrar la frontera entre el respeto y el miedo.
Me recogí para rezar y de paso no pude evitar pensar que cuando me llegue el día no estaría mal que me llevaran una buena paella con cigalas, aunque por si acaso prefiero seguir disfrutándola en el mundo de los vivos cuando tengo oportunidad.
Y, por cierto, no saben lo que me alegro de que aquí no haya llegado todavía el Halloween.