Revista Cultura y Ocio
Hoy tengo ganas de pegar la hebra, que hace mucho tiempo que ando callada y, con tanto silencio, se me va a mustiar el alma. Bien sé que no soy la más idónea para predicar en un día donde todos vociferan sus culturas y los de más relumbrón y enjundia se pasan por cualquier círculo de nombre enrevesado para leer unas palabricas del Quijote, ese libraco del que tanto hemos oído hablar todos y bien pocos le han hincado el diente, que a mí ya no me engañan los que van de instruidos por la vida y sólo saben darle al pico para aparentar. Ay, si sabré yo de la pasta que están hechos con sólo mirar sus jetas... Pues a lo que iba: resulta que en este edificio mal llamado Paraíso, pues es más un purgatorio de seres a la deriva y medio trastornados, se ha organizado una gresca de postín. Todo arrancó en el portal de una manera poco previsible mientras David y la maestra del quinto derecha discutían sobre cosas muy sesudas. Aunque a mí me falta ciencia y paciencia para expresarme, sí diré que el meollo de la trifulca estribaba en el Quijote precisamente, ese hombre esmirriado y algo cascajo ya para andar de rositas por los campos. Bien me acuerdo cuando la televisión nos contaba sus disparatadas historias, que tanta lectura debe afectar a las entendederas.Como no me veo capacitada para reproducir la conversación de altura que mantenían mis vecinos, me limitaré a señalar que se ponían en guardia por opiniones de extraños sabios cuyos nombres ya he olvidado, porque está visto que ese Quijote locuelo ha enfrentado a muchos desde que Cervantes se lo sacó de la manga para entretenerse.—¿Tú sabes quién escribió el Quijote, Patro? —me ha preguntado David. Muy ufana, le he respondido correctamente, que se piensa este mozo que una no sabe que ese libro es la gloria de nuestras letras y que lo escribió un manco al que llamaban El manco de Lepanto. Poco me acuerdo de las cosas que nos enseñaron en la escuela, pero sí de esta del Quijote, que año tras año lo cacarean por todas partes, así como el nombre de su autor.—¿Sabes que hoy se celebra el día del libro? —ha vuelto a preguntarme.—Para no saberlo con lo que lo vociferan en la radio y en la tele...—Es Sant Jordi, así que toma esta rosa —me ha ofrecido David, galante como nunca lo había visto.—¿San qué?—Sant Jordi... San Jorge en catalán.—Válgame el cielo que vas a conseguir que me ponga de parte de la maestra como no me hables en cristiano.—Eso, Patro, véngase a mi bando, que a este David aún le falta un hervor —ha dicho la aludida haciéndose falsas ilusiones.—Mire, Encarna, que no quiero santos extranjeros ni avellanas podridas de esas que usted tiene —me he defendido.—Avellaneda, Patro, Avellaneda —me ha informado.—Patro, la rosa es una costumbre muy bonita. En Sant Jordi, se regala un libro y una rosa —ha terciado David.—¿Y dónde está el libro? —le he preguntado curiosa e interesada.—Pues, pues...Como David no sabía responderme e intuyo que está más seco que la mojama para regalar libros o lo que sea, he puesto paz entre los litigantes y, hermanados, hemos convenido los tres en que todos los días deberían ser del libro o, mucho mejor aún, de la lectura, que en esta España se peca al hablar más de libros que leerlos efectivamente. Ya dice el refrán que por la boca muere el pez. No soy yo quien para enarbolar esta bandera, pero si cualquiera se jacta aquí o allá de lecturas que no ha emprendido, no he de ser yo menos. Sé que Cervantes era manco y con eso ya consigo una canonjía. A mí no me engañan los que van de leídos y escribidos, los intelectuales esos de cara estreñida, que la Patro es mucha Patro.