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Día de la Tierra: Ambición climática o colapso

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Día de la Tierra: Ambición climática o colapso

No está muy claro por qué el 22 de abril es el Día de la Tierra. Hay quien dice que se escogió por ser el cumpleaños de Vladimir Lenin, primer y máximo dirigente de la Unión Soviética, de decisiva contribución al pensamiento comunista. Detrás de la feliz decisión estaría precisamente su objetivo declarado de aniquilar la propiedad privada, pero esto parece ser un infundio sin la menor fiabilidad histórica.

Lo cierto es que, si bien desde los años sesenta ya había campañas ambientalistas, un día como el de hoy en 1970, y con las movilizaciones en contra de la Guerra de Vietnam como modelo, se celebró un primer Día de la Tierra en el que se estima que participaron más de mil millones de personas en todo el mundo. La reducción de la contaminación, la protección de las reservas de recursos naturales y los esfuerzos para preservar territorios singulares y especies en peligro de extinción, fueron las primeras preocupaciones de aquel primitivo movimiento ecologista, cuyas motivaciones no han hecho más que crecer y diversificarse, a medida que la humanidad ha ganado en tecnificación, progreso y capacidad destructiva, y que se ha entregado a una cochinez generalizada y sin paliativos.

Los pronósticos realizados hace cuarenta años por la comunidad científica, primero respecto al efecto invernadero y luego sobre el cambio climático, se han visto superados con creces, y los efectos del calentamiento global son ya una realidad más que constatable. Muchos impactos se dejan sentir mediante fenómenos meteorológicos adversos o extremos, como prolongadas sequías, extensas inundaciones y lluvias torrenciales, huracanes, olas de calor y de frío extremo que, junto a otros factores añadidos, afectan a la salud de las personas y a sus hogares, a sus sectores productivos, al acceso al agua potable, a sus economías y, en definitiva, a su presente, pero también a su futuro.

El Acuerdo de París, alcanzado en la Cumbre del Clima de Naciones Unidas en 2015, proclama la necesidad de que los estados, incluyendo sus respectivas industrias y sectores productivos, agentes sociales y ciudadanía, deben realizar un serio y comprometido esfuerzo para evitar alcanzar los dos grados centígrados de incremento en la temperatura media global en el año 2100 con respecto a la registrada en la era pre-industrial (entre 1850 y 1900).

Si el objetivo es no subir dos grados en lo que queda de siglo, vamos de culo: De enero a octubre de 2020 ya subimos 1,2 grados en ese escalafón de referencia. La década 2011-2020 será la más cálida de la historia, como ya ha avanzado la ONU, y las temperaturas extremas no solo se registran en tierra firme, sino también en el océano. Hasta un 80 por ciento de nuestros mares experimentó una ola de calor en 2020.

La implicación en esta materia se asume, al menos de boquilla, como una prioridad máxima en la acción política de todas las administraciones del mundo, de todas y, en especial, de los territorios que más contribuyen a la emisión de estos gases. La política medioambiental de la Unión Europea, en concreto, se basa en los principios de cautela, prevención, corrección de la contaminación en su fuente y "quien contamina paga". Pero parece muy insuficiente.

En los últimos años, la integración de la política medioambiental ha realizado avances significativos, por ejemplo, en el ámbito de la política energética. Desde 1973 la entonces Comunidad Económica Europea formula programas de acción plurianuales en materia de medio ambiente que fijan futuras propuestas legislativas y objetivos para la política medioambiental de la Unión. Para contrarrestar la gran divergencia en el nivel de aplicación entre Estados miembros, desde 2001 se aplican normas mínimas no vinculantes para las inspecciones medioambientales.

Como el Horizonte 2020 llegó y los avances fueron más bien tímidos, ha habido que fijar nuevos objetivos de reducción de emisiones hasta 2030. Las conclusiones del Consejo Europeo de diciembre de 2020 se marcan ciertos objetivos para Europa en diez años: Un 55% menos de emisiones de gases de efecto invernadero en comparación con 1990, un 32% de energías renovables en el consumo final y un 32,5% de mejora de la eficiencia energética, entre otras. Ambición climática, lo llama el Gobierno de la Nación con esa pompa tan habitual suya en la web del Ministerio de Transición Ecológica. Veremos en qué quedan las decisiones políticas que han de aplicar esas buenísimas intenciones, y cómo las recibe el siempre díscolo ciudadano, tan despreocupado de nociones tan básicas como no tirar una mascarilla usada a la calle, o que no aparezca un paquete de papas fritas en un espacio natural. La cochinez esa de la que hablaba al principio...

Entiendo, y es solo una percepción, que el grueso del problema queda cada vez más lejos de Europa. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), mientras la Unión Europea parece haberse puesto las pilas, cinco países suman más de la mitad de las emisiones contaminantes: China, EEUU, Rusia, Japón e India. Es más solo en media docena de provincias chinas industrializadas se emite más dióxido de carbono que en ningún país del mundo.

Y eso que el Fondo Monetario Internacional se esfuerza en decir que la actual recesión causada por la pandemia del COVID-19 podría ser hasta una oportunidad para reconducir nuestra economía hacia un camino más respetuoso con el planeta, lo cual pasa por incentivar las inversiones en productos verdes. Lo veo difícil cuando el mismísimo gobierno japonés ya ha anunciado que va a construir 22 nuevas plantas para seguir quemando carbón como alternativa a la energía nuclear. La AIE ya ha avisado de un crecimiento este año de las emisiones de CO2 de un 4,8 por ciento en 2021.

Parece bastante utópico, entonces, pensar en esa economía verde o azul que se anuncia desde hace décadas y que no termina de llegar, mientras que cada vez es más posible el colapso climático, ese escenario apocalíptico que implicará un derrumbe generalizado de la civilización y la progresiva extinción de la raza humana, como resultado más que avisado del calentamiento global. Muchas zonas de esa Tierra cuyo día hoy celebramos ya son inhabitables como consecuencia de temperaturas extremas y de la incapacidad de los cultivos para desarrollarse.

Nuestra actividad es la primera causa de ese calentamiento global, y solo algunos negacionistas se apartan del consenso científico generalizado respecto a las causas no naturales de ese futuro colapso. Afortunadamente, no todo parece perdido, y se recuerda que las acciones individuales pueden ayudar a retrasar ese crack ecológico, pero no se han tomado medidas drásticas que lleven a disminuir el consumo de combustibles fósiles, racionalizar la producción industrial y, desde luego, acabar con el consumo desenfrenado de bienes en pos de una renovada conciencia ambiental.

No nos engañemos, cuanto más consumista es nuestra sociedad, más depende de la fabricación de cosas, y más gases contaminantes producirán las industrias que fabrican esas cosas, y más calentarán la Tierra si no se implanta un programa mundial de energías renovables. Y si esa sociedad pasa de reciclar y reaprovechar la mucha mierda que produce, peor.

Feliz Día de la Tierra.


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