Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable. María Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, pg. 31.
La juventud insolidaria, que tiene como referentes a los políticos corruptos o simplemente profesionales, necesita vías institucionales para ejercer la virtud, la participación colectiva. Es urgente una nueva cultura moral. Helena Béjar, “El mal samaritano”, pg.151.
El eco que retumba entre las ruinas calcinadas es lo único que queda del mundo. El aire esparce las palabras vacías de piedra en piedra. Sharon E. Smith: “El vacío”, cuento incluido en “Dicho sea de paso”, pg. 13.
Sólo cuando uno se respeta a sí mismo puede exigir el respeto de los demás, y sólo cuando uno cree en sí mismo los demás pueden creerle, de Oriana Fallaci: “Carta a un niño que no llegó a nacer”, pg. 81.
Es imposible leer el pasado sin prejuicios. Rescribir la historia de la ética es repensarla desde el presente, a la luz de los problemas y de las circunstancias específicas que hoy nos agobian. Victoria Camps: “Breve historia de la ética”, pg. 13.
Sólo los muy jóvenes, los muy tontos y los que temen ser tachados de cobardes quieren ir a la guerra. Ana María Shua: Fragmento del relato “Fecundo en ardides, incluido en “La guerra”, pg. 62.
La igualdad (…) no nos es otorgada, sino que representa el resultado de la organización humana por cuanto es guiada por el principio de la justicia. No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente los mismos derechos. Hannah Arendt: “Las confusiones de los derechos del hombre”, pg. 122.
Las marchitas complejidades y ambigüedades de nuestro tiempo más dudoso y gradual les eran desconocidas. La violencia era todo. Se abría la flor y se marchitaba. Se levantaba el sol y se hundía. El enamorado amaba y se iba. Virginia Woolf: “Orlando”, pg. 24.
Desvié la mirada de sus manos hasta los pantalones de color caqui manchados de arena; recorrí con los ojos su delgada silueta hasta la camisa vaquera rota. Tenía la cara tan blanca como las manos, a excepción de una sombra que había en su saliente barbilla. Sus mejillas eran muy delgadas, hundidas, y la boca grande; había en sus sienes unas hendiduras poco profundas, casi delicadas, y sus ojos eran de un gris tan claro que pensé que era ciego. Su cabello era fino y apagado, caso plumoso en lo alto de su cabeza. Harper Lee: “Matar a un Ruiseñor”, pg. 336.
Me pongo una mano sobre el corazón, cierro los ojos y me concentro. Adentro hay algo oscuro. Al principio es como el aire en la noche, tinieblas transparentes, pero pronto se transforma en plomo impenetrable. Pocuro calmarme y aceptar aquella negrura que me ocupa por entero, mientras me asaltan imágenes del pasado. Me veo ante un espejo grande, doy un paso atrás, otro más y en cada paso se borran décadas y me achico hasta que el cristal me devuelve la figura de una niña de unos siete años, yo misma. Isabel Allende: “Paula”, pg. 44.
Todos los días, a las ocho y media de la mañana, se encuentran en la misma barra del mismo bar de la misma estación de metro. Ella va a trabajar, a limpiar casas por horas. Ël ya no trabaja, pero pone el despertador todas las noches, igual que antes, porque no puede permitirse en su derrota la humillación suprema de quedarse en la cama hasta el mediodía. Almudena Grandes: “Los besos en el pan”, pg. 36.
En un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibrio al filo del abismo. Irene Vallejo: “El infinito en un junco”, pg. 12.