Revista Coaching

Día internacional del alzheimer.

Por Carlos Melero Bascones @Gotasdecoaching

He visto que hoy es el día internacional del Alzheimer.

Es una excusa como otra cualquiera para regalar un relato que está incluído en “La realidad cambiante

Descárgalo en PDF pinchando aquí: -> “Vuelta por Carlos Melero“. 

Y este es el comienzo del relato:

Hay quien asegura que la cara es el espejo del alma, y lo razonan porque, llegada cierta edad (que se sitúa en torno a los cuarenta) las facciones del rostro se han acomodado a lo que la persona ha querido transmitir al mundo por medio de su expresión durante décadas.

La expresión de Luisa parecía una mueca de desagrado permanente. Si una persona normal colocara sus dedos índices en la comisura de los labios y los empujara ligeramente hacia abajo, conseguiría dar forma a la boca tal y como ella la tenía cuando estaba relajada. Tenía los labios muy finos, y encorvados en forma de “U” invertida. La mirada, es difícil de describir, es como si estuviera a punto de regañarte por algo. Cuando la veías de lejos y te miraba, no podías evitar pensar que algo habías hecho mal y te lo iba a reprochar. Las cejas depiladas según la costumbre de su época hasta el punto de tener que pintársela para poder darles forma. Y los labios, de nuevo los labios, pintados por fuera de sus límites, intentando crear la falsa apariencia de unos labios carnosos que, lamentablemente, no tenía. Es como si siempre estuviera apretando la boca.

Siempre enfadada. Eso es lo que reflejaba el espejo que era su rostro. Llevaba enfadada unos cincuenta años y eso había provocado que, en lo que se suele denominar estado de relajación, cualquiera que la mirase pensara que estaba de mal humor.

Pero no era sólo la expresión, era realmente su carácter. Siempre encontraba algo por lo que echar la culpa a alguien de cualquier cosa. Todo se hacía mal, siempre tenía algún reproche que hacer a todos los que la rodeaban.

Tal vez por eso, por las tardes, se sentaba sola en el banco de la residencia. Sola, rodeada por los pinos y la tranquilidad que todo lo invadía. Mostrando al mundo su cara de enfado, ejemplo del reproche que sentía hacia su familia quienes, después de darlo todo por ellos, la habían relegado a aquella residencia, donde un grupo de incompetentes hacían mal su trabajo y unos pobres ancianos vivían sus últimos días con la aparente única pretensión de hacerle insoportables los pocos momentos que coincidían en el comedor o en algún actividad social.

¿Cómo no iba a estar de mal humor? Si su familia, sus hijos, la habían repudiado y dejado sola en aquella maldita residencia donde los días pasaban lentos y las semanas volaban. Ya no sabía cuánto tiempo llevaba allí, seguro que demasiado, pero sí tenía claro que los días eran muy largos, la rutina insufrible y su marido un maldito desagradecido que se había confabulado con todos los demás para olvidarse de ella.

No hablaba con nadie, nadie le dirigía una sonrisa, no le gustaba la comida, la cama era dura, el pasillo olía a hospital y el banco en el que se sentaba era demasiado duro.

Ver aparecer el inconfundible caminar de su esposo desde el final del camino no sabía si le sentaba bien o mal. Allí venía, con su cansado caminar, el sombrero entre las manos y mirándola desde lejos.

Le ponía nerviosa que se la quedara mirando desde que atravesaba la verja de hierro forjado del centro. ¿No podía mirar a otro lado? Eran momentos largos e incómodos sin saber qué hacer mientras lo veía acercarse. Cuando sus miradas se cruzaban lo miraba y le enviaba un saludo con la mano, y él tardaba una eternidad en llegar, mientras no le quitaba ojo de encima ¿Y qué hacía ella mientras tanto? Mirarlo a él, luego a los árboles y de nuevo a él para confirmar que seguía mirándola.

¿Qué estaría pensando mientras se acercaba? Despacio, notando las piedras del camino bajo las suelas de sus zapatos ya polvorientos. ¿Qué pensaba ese traidor que la había dejado allí sola? ¿Por qué no se olvidaba de ella del todo y la dejaba en paz?

Pero no podía ser así. Entre todos la encerraron en ese lugar y ahora él le hacía visitas de vez en cuando ¿Para qué? Si ya había demostrado que no la quería a su lado.

  • Hola – dijo Luisa cuando Tomás se acercó por fin, lo suficiente para oírla.
  • Hola – contestó él.

Poco más tenían que decirse, ya se lo dijeron todo hace tiempo. Sobre todo el día que se encontró con una encerrona en su propia casa, preparada por su familia.

Puedes leerlo completo descargando el fichero:  “Vuelta por Carlos Melero“. 


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