Acabo de descubrir que hay un Día internacional del gato: el 8 de agosto de todos los años. Hoy es el Día del Gato, el día en que conmemoramos la existencia de esos felinos que muchos conocimos en las casas de nuestros abuelos y que otros han cocinado en los minipisos donde los gatos se llaman mascotas.
Los gatos que rondaban la casa de mis abuelos no eran mascotas. Eran gatos que tenían el trabajo de mantener a los ratones lejos de una casa de campo que tenía en sus bajos las cuadras de los animales destinados a la venta tras su crianza. Nadie quería al gato. La abuela se limitaba a darle los desperdicios de las comidas de la familia y a echarle chispas a la gata cuando nos venía con una camada de gatitos. Los gatos desparecieron de la casa de mis abuelos cuando desparecieron los abuelos. Quedaron unos tíos que no querían gatos porque los ratones se habían ido y la comida era la justa para ellos. Los animales domésticos destinados a la venta también se habían ido previa venta. Ya no éramos ganaderos.
Esos gatos de campo no se recuerdan. Los gatos de ahora son gatos señoritos, gatos que se sientan en el sofá de casa y miran la tele mientras afilan las uñas en ese trozo de madera que tiene el tresillo descubierta a modo de adorno. Son gatos que llevamos al veterinario para curarles alguna de las doscientas enfermedades que pueden transmitirnos los felinos a los humanos.
No me gustan los gatos. Yo no soy mujer de mascotas. La única mascota que tengo es un osito de peluche que compré para regalar al niño de una prima y quedó en mi casa porque me enteré a tiempo de que la prima no me quería sino que me odiaba. No me gustan los felinos, pero no dudaría en defender a un gato maltratado por un humano. Por eso me parece bien que exista el Día internacional del Gato. Levanto mi botella de agua para brindar por esos gatos tan queridos. Todos necesitamos amor. También los animales.