Como no puedo pretender ser el tipo más rojo de mi trabajo y a la vez seguir regalándole días de vacaciones a la empresa, el viernes pasado me lo tomé libre. Libre del todo, que el niño fue a la guardería igual, que tenía cumpleaños.
Mi pretensión máxima una vez desayunado era no hacer nada. Nada de nada. Mi naturaleza tiende al vacío. Sobre todo si ese vacío tiene forma de sofá. Así que me tumbé y dejé que el destino, en forma de gata durmiendo sobre mis piernas, actuara. Pero ya dijo Rousseau que el hombre, aunque bueno por naturaleza, es corrompido por la sociedad. Y a mí la sociedad lleva dándome por saco demasiado tiempo, así que encendí la tele. Y en ella un documental sobre Mirza Delibasic, jugador yugoslavo de baloncesto que militó en el Real Madrid a principios de los 80, tuvo que dejar el deporte tras sufrir un ictus y volvió a Sarajevo, donde lo pilló la guerra. Delibasic, héroe nacional bosnio que nunca creyó en héroes ni en naciones, decidió quedarse para no defraudar a su gente, aunque ocasiones tuvo de huir de la guerra. Viendo imágenes de la guerra de Bosnia volví a estremecerme. Por ellas y por adivinar un futuro en que veamos lo que ahora no se nos muestra de Ucrania (o sí de Siria, pero a quién le interesa). La mierda, normalmente, ocurre cuando se busca algo que no existe, como la pureza.
La nada me estaba saliendo por la culata y de todos modos ya había tenido que vencer al destino, en forma de ganas de orinar que obligan a mover a la gata. Decidí salir de casa. Rousseau, cómo te odio. La sociedad obligándome a pensar que por qué no adelantarme a Sant Jordi y elegir con calma los libros para regalar y regalarme. Y de paso atreverme a comer solo en ese restaurante japonés barato al que no va tanta gente un día laborable. Allí fui y allí, salpicado de sopa miso, retomé Volver a dónde, de Antonio Muñoz Molina. Libro escrito durante la pandemia, una especie de diario del confinamiento del gran escritor. Leyendo el relato del miedo, la incertidumbre, la muerte, la esperanza en salir mejores, la desazón al comprobar que no, me dio por pensar (justo el primer día en que me atrevía a descartar la mascarilla) que qué fácil es convertir en borroso lo que pasó ayer mismo. Y que cómo no va a pasar exactamente lo mismo la próxima vez. La mierda, normalmente, ocurre cuando nos empeñamos en desviar el foco de lo importante a lo rentable.
Barriguita llena, corazón en salazón, me dirigí a la librería. Nada de pequeñas superficies, que vivo en una ciudad fagocitada por los centros comerciales y las franquicias (y soy un pésimo rojeras, recordemos). También quería asegurar el tiro, tener mucho donde elegir para no tener que elegir (de nuevo la nada, el vacío, mi naturaleza). ¿Y saben qué les digo? Que gracias. Porque no esperaba encontrarme Garafía, de Elías Taño. Un cómic que ni sabía que existía de un autor que desconocía pero que habla del pueblo de mi abuela materna. Maruca. Y de la emigración a Venezuela. Y de lo poco que ha cambiado el mundo. De nuevo. Los canarios que llegaron a Venezuela, por más que el paso del tiempo haya suavizado el recuerdo, no fueron recibidos con cariño, ni tratados con respeto ni empleados con justicia. Y ni mucho menos hicieron todos dinero. Pero en Canarias, tierra de migrantes, usamos ese recuerdo perversamente ablandado para cagarnos en las pateras y sus ocupantes, en los refugiados de guerra y sus miedos, en el hambre de ahora. La mierda, normalmente, ocurre cuando buscamos excusas para creernos buenos.
Volví a casa descansado. Eso es cierto. Optimista incluso. Vete tú a saber por qué resorte mental. Pero no le di más vueltas. Que es una mierda no saber disfrutar ni de los días libres.
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