Revista Cultura y Ocio
Desde que el bicho se ha hecho viral nos ha entrado a todos como una especie de título médico que nos ha venido por la simple función de respirar. Yo mismo he adoptado el hábito de enroscar el fonendoscopio a mi cuello para ir a tomar café, lo que ocurre es que no encuentro cafetería abierta, por eso no me han visto. Otros, como en las barras de bar hay desolación y vacío, apoyan el codo en el mostrador de su móvil o de su ordenador y, desde ahí, imparten su magisterio o diagnostican en grupo, que es una novísima manera de diagnosticar. El caso es que estamos de suerte por vivir en un país donde, si hay un problema jurídico, todos los habitantes son jueces, si hay un problema monetario, todos son ecónomos, si un problema de fauna, todos zoólogos. No es que sea extraordinario, sino que es un prodigio natural al alcance sólo de unos pocos países. España es uno de ellos. No sé muy bien si la opinión generalizada sobre un asunto, lo convierte en actual o, al contrario, que la actualidad es el origen de la opinión generalizada sobre ese asunto. Sea cual fuere el origen, si la gallina o el huevo, la libertad de opinión hay que defenderla a capa y espada. Una opinión, al día de hoy, alcanza una difusión ultramarina en el mismo instante en que el dedo hurgador da la orden a través de una tecla. Es una opinión viajera que rebasa los límites y fronteras que, hasta hace pocas décadas, eran infranqueables por el común de los opinadores. Aun así, la libertad de opinión es un bien indiscutible en sociedades democráticas y abiertas. Además, también hay que reconocer como riqueza aquellas otras opiniones que nos llegan desde los confines del mundo. No sólo es patrimonio nuestro derecho a opinar, sino nuestro derecho a oír las opiniones de los otros. Pero la defensa a ultranza hay que hacerla a condición de que la opinión no venga con afán de invadir parajes que no son suyos. El conocimiento posee sus gradaciones. Si el saber fuera un cuadrilátero y sobre él, un púgil llamado “opinión”, combatiera contra otro llamado “duda”, habría que invalidar el combate porque no están en el mismo peso. La opinión ha rebasado el peso de la duda por inclinación, probabilidad o convicción y la vence levemente decantándose hacia un lado, sin olvidar nunca que la inclinación, la probabilidad o la convicción no constituyen obviedades o certezas. La opinión es una duda que se desnivela hacia un lado, pero que todavía no se cae. La ambigüedad, prima hermana de la duda, se resuelve por la opinión con una “preponderancia”, nada más. Sin embargo, en el mismo cuadrilátero, tampoco pueden combatir y por la misma razón, la “opinión” con la “certeza”. No están tampoco en el mismo peso. De ahí que lo criticable no sea en absoluto la libertad de opinión, sino la intromisión indebida de aquellas que pretenden ocupar el sitio que no les corresponde. Después de todo, y como llevo el fonendoscopio que hace a mi cuello distinguido, me voy a tomar la licencia de una mínima auscultación de la salud social, tras la larga exposición a tan abundante material informativo de estos tiempos recientes. Y es que el número de patologías sociales, llámense grupos de “infoxicados” es directamente proporcional al número de “infoxicaciones” que circulan con total libertad. Pero, -esto ya lo diagnostico como “medicum repentinum”- de igual forma que los agentes patógenos, a fuerza de penetrar en un cuerpo biológico lo acaban fortaleciendo, el cúmulo de despropósitos informativos acabarán por robustecer el sistema social inmunológico. Siempre habrá quien vaya a comer al mismo lugar que las moscas, pero ya no contagiarán tanto. Es sólo una opinión.