Por Ramiro Dávila
(Publicado en la revista AFESE #46, Quito, s.f.)
Asciendo entre los vericuetos de Bella Vista sin atinar con la residencia del Embajador y no por culpa mía… al fin me detengo ante su casa, alguien llega acucioso, me dice, para pedirle un autógrafo del País de Manuelito. Yo le explico mi misión, vengo a hacerle una entrevista para nuestra revista de la Asociación de Funcionarios y Empleados del Servicio Exterior AFESE, pues también tengo algo de su profesión y su oficio, aunque me puedo llamar mejor aficionado en los dos campos, como los futbolistas de antaño…. En casa ya, donde el buen gusto no se siente como el recargado rococó del diletante sino esa profunda cortesía del verdadero diplomático que rodea su casa de ambiente acogedor y recibe con el mismo tacto y cortesía a la elevada autoridad o al pobre sirviente. Mientras cumple con el rito anunciado me fijo rápidamente en impresionantes guayasamines, algún Kingman, los infaltables Tahúres de Mora y otras tantas obrillas que parecen vivas en la media luz del atardecer. Nos sentamos luego en su sala acogedora iniciando el dialogo – que ridículo sonaría llamarlo con la palabreja de moda, el conversatorio – cuando el noble diálogo tiene una inmemorial tradición. Alfonso, a pesar de los años y la enfermedad, conserva el vigor y la valentía del autentico varón y caballero de tantas batallas por la paz. Habla pausadamente y aunque, a veces se detiene, vacila o rehace sus frases, pero mantiene la más elevada lucidez del hombre que camina sin vacilar entre la vida y lo que el llama la inmortalidad. Esto me permite tomar notas como lo hacia como secretario para redactar con exactitud una acta o una negociación que requiere la más alta precisión… [Leer documento completo a continuación]
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