Los montes, ríos y casas del Belén expuestos desde de noviembre hasta Reyes en el gigantesco centro comercial ya estaban empaquetados. Mientras los embaladores tomaban un café, las figuras tuvieron su última conversación, antes de que las metieran en las cajas:
-- Esto se está convirtiendo en un abuso: yo he trabajado como un burro todo este tiempo, dijo el burro del pesebre.
-- Claro, antes, los Nacimientos éramos familiares, empezábamos el 20 de diciembre y terminábamos en Reyes. Ahora duramos mes y medio y solo servimos como reclamo para vender, dijo el paciente buey.
El Niño Jesús, acostumbrado al fervor familiar desde que San Francisco de Asís creara el primer Belén, en 1209, balbuceó, entristecido:
-- No he visto que me adoraran mucho, no. Poca fe, me pareció sentir.
San José, carpintero con conocimientos de mercadotecnia, masculló con severidad:
-- A nuestra costa se están haciendo de oro. Me parece una desvergüenza utilizar la pobreza de la Sagrada Familia para vender cosas diabólicas, como las armas de enfrente.
La Virgen, una mujer dulce y sacrificada, tampoco estaba feliz:
-- Antes, las familias sabían nuestra historia y les inspirábamos el espíritu navideño. Ahora, hasta hubo quien comentó aquí que yo vestía estilo “arte povere” y que estaría mejor de Verino o Caramelo. ¡Qué mundo frívolo!
San José sintetizó el disgusto general por la comercialización:
-- Cualquier día nos van a patentar para hacernos personajes del Nintendo. O peor aún, del Game Boy.
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